17 de septiembre de 2012

Primeras impresiones

    Hoy voy a colocarme. Voy a pensar en los poetas muertos y a volar muy alto, tan alto. No necesito cerrar los ojos para dar un giro de ciento ochenta grados, voy a mecerme como las hojas mutantes que penden del árbol en el parque. Algunas me miran y me invitan a bailar con ellas, sumergidas en las brisas heladas que asolan siempre la ciudad. Porque ahora todo es muy distinto, ahora el tiempo me desconcierta, ahora las caras son nuevas, ahora la música es distinta, ni mejor ni peor, ahora las tardes grises son remolinos que encierran secretos y viajan en el tiempo.

      No extraño. Nada. No extraño a nadie, soy insensible y me deslizo por los cambios, por los campos, por los cuentos, por los caminos, por los cimientos, por los cientos de almas que se entrecruzan y me atraviesan y se dejan a duras penas atravesar por mí.

      Me extraña. Encontrar mi reflejo en los cristales, tras las esquinas. Me aproximo ávida y se acercan mirándome curiosos, incluso también ávidos me atrevería a decir… pero cada uno de nosotros navega en la cresta de su propia ola y es muy difícil, tan difícil, casi imposible no dejarse llevar. Y darte cuenta de que navegáis juntos pero los pierdes en el mar.

     Un extraño. Ando buscando un extraño. Un amigo. Un imposible, una utopía que en estos momentos esboce en el teclado algo parecido a lo que yo escribo, que luego suba al tejado a morir de frio y descubra a lo lejos mi silueta recortada por el sol. Y se pregunte “¿será ella?”, y entorne los ojos tratando de distinguir mi cara rodeada de nubes doradas.

      Voy a colocarme. Voy a abrigarme y a subir al tejado también. Explorar mis nuevos dominios, buscar siluetas en lo alto, recorrer la puesta de sol con ojos empañados y hablar del invierno como de una leyenda que nunca llegará.

      Es extraño. Es una sensación nueva y aún hay que decidir si me agrada o me aterra. Es  no saber si estás perdido… o si te acabas de encontrar.

25 de julio de 2012

Recuerdos ficticios IV

             Nada en el ambiente podía presagiar lo que ocurriría ese día. No cambió el tiempo, ni huyeron los animales. No hubo amenazas terroristas, no se averió la lavadora, no tembló la tierra del camposanto, y la gente no se suicidó en masa saltando desde el Empire State. Ningún profeta anduvo inquieto por las calles. A ninguna vieja le dolieron las rodillas, ni los zahoríes hallaron pozos de sangre en la tierra.

            Por eso, nada se pudo sospechar cuando al levantarnos aquella mañana el cielo amaneció prácticamente igual que el día anterior. Simplemente se dio por sentado que era un día más, y la vida siguió su curso con normalidad.

            Y no fue hasta las tres de la tarde cuando todo empezó a cambiar. Nadie tuvo miedo al principio, individualmente todos pensaron que estaban soñando. Pero bastaron unos minutos para que no se pudiera negar lo evidente: el mundo se ralentizaba, como sumergido bajo el agua. Los movimientos se volvían torpes y costosos para las personas. Los coches no arrancaban, las bicicletas se bamboleaban torpemente y se desestabilizaban; y una suerte de ingravidez muy leve parecía atacar a los cuerpos, que se elevaban unos pasos sin poder evitarlo, y habían de sujetarse con gran esfuerzo al mobiliario o los árboles para no flotar en el aire, como algas mecidas por invisibles corrientes marinas.

            Algunas madres chillaban desesperadas mientras veían a sus bebés flotar alejándose de ellas sin remedio. Los pequeños, al contrario, parecían encontrar divertida aquella sensación de bucear en el aire, y se los veía jugar felices, varios metros por encima de los tejados de la ciudad.

            A medida que pasaban las horas se hizo más y más patente que aquel mal que la humanidad sufría iba a peor. El aire escaseaba ya, y a falta del mismo se nublaba la mente y se tenían visiones. Todo el que pudo se refugió en tiendas, casas o recintos cerrados, muriendo de asfixia a las pocas horas. Los encontramos pegados al techo. Fueron incapaces de llenar sus pulmones, sin atreverse sin embargo a abrir puertas o ventanas.

            Cada vez era más fuerte la ingravidez, y ya hasta las copas de los árboles se dejaban llevar a cámara lenta. Los pájaros dibujaban complejas figuras en el aire. Los sauces y palmeras se asemejaban a lentas anémonas ancladas al fondo marino.

            En las calles, la gente comenzó a morir de asfixia sobre las diez de la noche. Apenas eran ya capaces de mantener los pies en el suelo a fuerza de hacer movimientos ondulantes con los brazos y equilibrarse con pesados y torpes pataleos. Agotados, soltaban el poco aire que sus pulmones lograban retener, sus ojos se cerraban, y caían muy despacio al suelo, en un beatífico gesto acompañado por el ondular de sus cabellos y ropas.

            A esas horas, los pocos que quedábamos vivos decidimos a la desesperada dejarnos llevar, y fingiendo nadar nos desplazamos lenta y penosamente por las avenidas sembradas de cadáveres hasta alcanzar el rascacielos más grande de la ciudad.

            Trabajosamente comenzamos su ascenso. El esfuerzo físico no se limitaba a sujetarse a las cornisas y dejarse llevar hacia arriba; lo realmente complicado era encontrar aire con el que oxigenar nuestros músculos agarrotados. Muchos de nosotros no aguantaron el cansancio o el dolor, y los veíamos dejarse caer y flotar como en un sueño, hasta posarse en el suelo junto con los demás muertos.

            Tras una hora de tortura alcanzamos la cima del edificio, donde se respiraba claramente mejor. Tras descansar unos minutos, emprendimos la misión suicida de nadar hacia arriba en busca de aquel aire que nos faltaba y que, con cada nueva brazada, parecía aumentar en el ambiente un poco más.
           
            Perdimos la cuenta del tiempo que llevábamos así. Al menos ahora disponíamos de todo el aire que necesitábamos. No obstante, y debido al agotamiento, muchos más cayeron en el camino, y bajaron flotando con los ojos cerrados. Cuando nos cansábamos demasiado nos asíamos los unos a los otros y parábamos a dormitar. Poco después, iluminados por la luna continuábamos la ascensión.

            Al rayar el alba, pocos metros nos separaban de las nubes. Con nuestro último aliento las atravesamos. Algunas personas también murieron ahí, incapaces de resistir a la humedad y el frío extremos. Los pocos que quedábamos alcanzamos, finalmente, moribundos y abatidos, el otro lado de la capa de nubes.

            Justo en ese momento, el sol surgió del horizonte, y la luz nos golpeó de lleno con toda la calidez de que fue capaz. Nos invadió una paz y una calma absolutas, y desde ahí arriba, vimos nuestros cuerpos caer despacio hacia el abismo, sumidos en sueños hermosos. O eso suponemos, ya que nuestros rostros sonreían.

2 de junio de 2012

Desconcentración

Caprichos del viento
mueven las cortinas, mecen a los pájaros.
Quién sabe dónde tratan ellas de escapar. O qué buscan ellos.

Lento, muy lento, respira
la ciudad dormida.

Mientras la velo (aún a sabiendas de que no debería),
hoy me permito
soñar.

21 de abril de 2012

Escuchad

¡Escuchad, buenas gentes, la leyenda que hoy os traigo!

      Cuentan los ancianos antiguas historias sobre una jauría de perros salvajes. La gente los teme, son un mal augurio, presagian horrores que jamás causaron. Nunca el menor daño o lamento a su presencia se atribuyó. Pero oíd esto, porque a su paso y tras las ventanas, hombres aterrorizados murmullan plegarias de redención.

      Y es justamente en las noches de cuarto menguante que recorren los páramos a ritmo constante. Vadean ríos y torrentes, cruzan los valles y montes, sortean cada impedimento que se ponga por delante. Surcan colinas, saltan cercados. ¡Frenéticos corren, sin pausa y acalorados! En un fugaz batir de inhiestos músculos y grisáceas pelambres. Extrañaos, sí. Hacedlo, pues ni en la nieve ni en los pastos se ha observado huella alguna. ¡Cuentan que sus negros ojos ahogan la luz de la luna!

      Si ponéis atención, advertiréis que sus jadeos y el ininterrumpido trote es lo único que se escucha durante las largas noches de vigilia. Mas, ¿por qué motivo nunca hirieron al ganado, ni atacaron pueblo alguno? Han de ser, en mi opinión, ajenos al horror que provocan. Pero no temáis, pues ved que por ahora brilla el sol, y mi historia a su fin aún no toca.

       Los temibles perros surgen de la nada a medianoche, y emprenden su loco trote hasta el amanecer. Y es entonces, buenas gentes, segundos antes de que el alba raye los cielos, cuando surge el mito. Escuchad con atención, es difícil de creer.

      Según cuentan se detienen, exhaustos, a descansar. Alzan todos sus cabezas y aúllan al unísono a la luna apenas nítida ya; fundiéndose sus aullidos en la sombra agonizante. Y, creedme cuando os digo que en el momento en que cierran sus ojos, se difuminan con el viento, convertidos en polvo de estrellas.

     *  *  *

      Hasta aquí la historia, amigos, pero permitidme ahora que os narre una verdad. En mi larga vida itinerante, no recuerdo haberlos visto más que una vez, cuando era muy niña, y nada temí. Más tarde supe que sólo los niños tienen la capacidad de contemplar a la horrible jauría sin temblar de pavor. Los demás, pobres desgraciados de nosotros, hemos de contentarnos con creer que la leyenda es cierta. Tal vez sea porque se nos enseña a temer a lo salvaje. Pero amigos, quizá la terrible realidad sea que sólo buscamos motivos para tener miedo.

28 de marzo de 2012

¿Amas vivir?

       Un, dos. Uno, dos. Para. Escucha. Lo que oyes será lo que sientas, muévete y camina porque no hay nada más que te apetezca hacer. Brotando de tu pelo nacen flores que se elevan alto, muy alto, hacia el cielo, suben y suben,  y se unen a las nubes, blancas. Tu piel es blanca y se tiñe de azul cuando te adentras en el agua. Y caminas por caminar, por sentir, por no parar, por mirar, por aprender… ¿por qué no? Por seguir sintiendo las vibraciones en tus oídos, es tan natural, camina, no pares, escucha, siente, cierra los ojos, abre los brazos, aférrate al aire, es lo único que jamás te va a faltar.

       Navega, bucea, salta, grita, pronuncia poemas largos como los días sin sol y canturrea canciones en lenguas imaginarias.

       Entrevista a un pájaro, mordisquea labios ajenos, acércate a una ventana y adivina la historia de cada persona que entreveas por las cortinas. Colócate con los versos de los poetas malditos. Improvisa, piensa mal y acierta. Rasga pliegos de papel con cuchillas afiladas, desángrate en una piscina de agua salada.

      Atraviesa umbrales oscuros y tenebrosos, salta desde la ventana a la calle y no vuelvas hasta el amanecer. Vive y respira. Continúa caminando, caminando sin pausa, al ritmo de la música. Cierra los ojos, no vas a tropezar, así que lánzate, déjate llevar y baila en la oscuridad de tus párpados cerrados. Y escucha la vida. Estalla en los aviones bolsas de confeti. Cumple ritos ancestrales en sectas desconocidas.

        Contempla a las almas perdidas que te rodean y compadécete de ellos un segundo. Y luego grítales, grítales por no atreverse a vivir y apreciar como tú vives y aprecias. A experimentar como tú experimentas. No hace falta más droga que las corrientes químicas que saltan de neurona en neurona. Así que ríete de ellos porque no te comprenden, ríe a carcajadas de su miopía y grita: TENGO MAS VIDA EN LA PUNTA DE MIS DEDOS QUE LA QUE NINGUNO DE VOSOTROS SERÁ CAPAZ DE EXPERIMENTAR JAMÁS.

1 de marzo de 2012

Back down south

      El sol comienza a ponerse tras las colinas doradas, pero no sentiremos frío hasta dentro de muchas, muchas horas. Las lucecitas del camping de caravanas del otro lado del río se van encendiendo y titilan. Leves y suaves, acariciando las lomas de tierra quemada. Parece que los últimos rayos solares son los más intensos. Se zambullen en nuestras pupilas a través del flequillo, hacen que lo percibamos todo de un modo brillante, y cálidamente irreal. La brisa nos mantiene ensimismados. Allá a lo lejos, donde aún queda sol y todo es verde y azul se distinguen las siluetas de los demás, que vuelven del pueblo cargados de bolsas. Respiramos, alcanzamos esa mágica hora en la que las cigarras quedan mudas y todo es silencio. El mar de pastos se mece con el viento. Despacio. Muy despacio, en un continuo zigzag hipnótico. Aún quedan abejas torpes. Temerosos de la plácida noche, los últimos pájaros rezagados se encaminan aprisa hacia el oeste.

     Ante semejante panorama, no queda otra que llevarnos la botella a los labios una vez más. Una blanca silla de jardín y esa cerveza es todo lo que necesitamos para vivir.

     La paz queda rota cuando, a cincuenta metros, el sonido de las bicicletas y los gritos de los demás se hacen audibles. Nos limitamos a sonreírles, y nos levantamos pesadamente. Caminando hacia ellos, damos la espalda al ocaso, frente a frente con la gran noche que nos espera.

4 de febrero de 2012

Una certeza

Vienen y van, pero nunca vuelven. Así pasan los años para los chicos de la playa. Cada verano los ves, atemporales y estáticos. Agostos de ensueño, dulces despertares al sol, agua de mar en la  comisura de los labios y recuerdos entrecruzados sin orden ni necesidad del mismo. Superpuestos  para formar una idea etérea e irreal que sabe a libertad y juventud.

Pero hoy no es así. En tu nostálgico recorrer de avenidas, un cigarrillo te envenena el alma. Mientras, vas pensando que no fue una buena idea visitar el mar en invierno.

Y sin embargo los ves, cierras los ojos y los puedes ver. Juegan en la arena, corren tras un balón que cada año tiene un color distinto, pero es siempre la misma historia. No crecen. El día que lo hagan te harás viejo de repente, y el tiempo se te echará encima como aguacero de abril. Tienes miedo. Ahora que estás sólo frente al mar huraño de febrero, tienes miedo. Necesitas verlos. Lánguidos, tirados como fichas de dominó por los bancos del paseo marítimo, jugando a las cartas en la arena, saltando como delfines, esquivando espuma del rompeolas como si ardiese en sus pies descalzos.

Necesitas verlos para olvidar que no podrás volver a ser como ellos. Necesitas observarles cada año para enturbiar la certeza del futuro, más próximo con cada ola que el océano vomita.

Porque tienes miedo. Hoy y siempre, frente al mar, tienes miedo.

24 de enero de 2012

Verano del 36

Hoy, releyendo algo de Poeta en Nueva York, no he podido evitar pensar que es una suerte para mí no haber vivido en el mismo tiempo que Lorca.

Porque muy probablemente me habría enamorado de él, y habría terminado abriéndome la cabeza de un tiro en el lado opuesto del muro donde lo fusilaron.

15 de enero de 2012

La única gente que me interesa

      Lejos, muy lejos. Volaron tan lejos como la vista les permitió imaginar. Nadie en su sano juicio se habría atrevido a perseguirles, y sin embargo todos les observaron partir. Envidiosos.

      Allá entre las nubes se perfilaban sus siluetas. Nuestras manos se alzaron en pos de ellos, como si en lugar de despedirnos tratásemos de alcanzar su altura espiritual. Yo al menos lo intentaba.

      Pero ellos no tenían maldad, ni discriminaron nunca a nadie. Y me tendieron la mano, generosos. Y quién sabe si fue mi cobardía o mi apego al suelo lo que me impidió despegar y seguirles en su atemporal periplo por los campos de fresas.

      Sólo sé que ahora, cuando hablo con ellos, lo hago a través de suaves velos de tul; y cuando me abrazan se aferran al pasado. Y cuando cantamos juntos antiguos himnos, ellos surcan las profundidades de sus melodías mientras yo a duras penas logro aguantar la respiración en los solos de guitarra.

     Y sin embargo, allí están siempre. Los imagino sonrientes. “Entonces echaron a bailar…” Pero saben que yo también bailo… a mi manera.



3 de enero de 2012

Recuerdos ficticios III

¿Recuerdas ése encontronazo en la calle?

Aún no nos conocíamos bien. Nos habían presentado meses atrás, pero quiso la mala suerte que no nos volviésemos a ver de nuevo hasta ese momento.

Nunca sabré a dónde ibas o de qué lugar volvías. Yo había salido de casa sin preocupaciones. Y, de súbito, ahí estabas. A pocos metros. Los suficientes para que me reconocieras. Pero no sonreíste, ni yo lo hice tampoco.

Nos mantuvimos la mirada.

Y el suelo comenzó a temblar bajo nuestros pies. Mis manos sudaban. Un vendaval nos rodeó, haciendo girar hojas, paraguas y periódicos. El cielo se tornó negro. Las alarmas de los coches saltaron al unísono. Muchos de ellos explotaron. Los grandes árboles de la avenida se derrumbaron, levantando a su paso y con estruendo pavimento y aceras. Estallaron los cristales de las ventanas, se hundieron los muros de fuerza. Cayeron los tendidos eléctricos, de los que brotaban chispazos. La imagen del desastre reinante se difuminaba con el humo de los incendios que surgieron en cada edificio. Nadie sobrevivió a nuestro alrededor.

Todo se veía rojo, como las extrañas luces que, estáticas, frente a nosotros, nos mantenían inmóviles en nuestro sitio. Estallaron las bocas de riego, vencieron los cimientos de la ciudad. La tormenta eléctrica ocultó el sol.

Sobrecogida, abracé con fuerza las carpetas que mis brazos sostenían. Aún nos mirábamos, paralizados. Todo temblaba.

Sin previo aviso, la luz cambió de rojo a verde. Caminé atemorizada hacia ti.

- Hasta luego

- Hasta luego…

Y me giré para ver cómo desaparecías entre el caos, el humo y los cadáveres.