20 de septiembre de 2010

"Patinete"

Erase una vez un patinete que quería correr la Vuelta Ciclista a España.

-Pero, ¡cómo vas a participar tú en la vuelta ciclista, Pati! –le decían sus amigos- ¡sólo eres un patinete!
-¡Pues yo quiero y quiero y quiero! –era siempre su machacona respuesta.

Tras estas discusiones, siempre le sobrevenía un estado de apatía en el que se mostraba huraño y gruñón con todos. ¿Por qué no podía participar él? Tenía dos ruedas y un manillar, como cualquier bici que se precie, y encima era mucho más ligero y aerodinámico… ¡aquello no era justo!

Cada año mandaba decenas de cartas llenas de por favores y súplicas, pero los organizadores no le tomaban en serio. ¿Un patinete en la vuelta ciclista? ¿Dónde se había visto eso?

¡Hasta que, por fin, brilló el sol! Tres días antes de la competición (que Patinete ya se había resignado a seguir desde el porche con sus amigos), le llegó una misiva por correo urgente. En ella, le informaban de que una bicicleta se había lesionado con un abrelatas, y le sería imposible participar en la vuelta ciclista de ese año. Por ese motivo, decían, hicieron una concesión a las peticiones de Patinete, permitiéndole realizar el recorrido.

Lleno de euforia, Patinete corrió a entrenar y a preparar la maleta. Llegado el gran día, tomó un autobús exprés, y partió hacia la provincia donde iniciaba la competición.

Nada más poner una rueda sobre el asfalto, los rumores surgieron a su alrededor:

-¿Estará de broma, no?
-¡Pero si es un patinete!
-Qué ridículo, ¿acaso cree que tiene alguna posibilidad frente a una bicicleta?

Haciendo caso omiso de ellos, Pati se encaminó hacia la línea de salida con decisión. Alguién alzó una pistola y… ¡Bang! Las bicis salieron disparadas por la carretera, pero el Patinete avanzó a buen ritmo, viéndolas perderse en la distancia.

En la primera cuesta abajo descendió a una velocidad vertiginosa sin necesidad de impulso, y alcanzó al grueso de los participantes. Cómo la bajada no le había costado esfuerzo alguno, la siguiente subida pronunciada le pilló con energía, y subió al mismo ritmo que las bicicletas. Ellas, extenuadas, apenas tenían fuerzas para continuar pedaleando. Comenzó una recta, y Patinete mantuvo una buena marcha.

Al final de la primera etapa había ganado cuatro posiciones.
Pasaron los días. Patinete mantuvo su original forma de competición, que daba unos resultados espectaculares. Tanto es así, que en la penúltima etapa llegó en cuarto lugar a la meta. La gente no daba crédito, y muchos participantes ya habían dejado de reírse de él desde el segundo día.

En la última jornada del Tour se masticaba la presión. Era el trayecto más largo y más difícil, pero Patinete estaba decidido a dejar su nombre en los periódicos.

Tras el disparo de salida, comenzó una terrible lucha por la medalla de oro. Era una batalla encarnizada, que pronto se tiñó de sangre. Hacia la mitad de la etapa se supo que muchas bicicletas habían desistido, estaban agotadas porque unos gamberros a sueldo no las habían dejado dormir la noche anterior. Otras tantas descubrieron que alguien había pinchado sus ruedas. Cinco habían sido descalificadas por dopaje, y a una la pillaron con un pequeño motor tras los pedales que la hacía correr rapidísimo.

En el último kilómetro, sólo quedaban Patinete y diez oponentes más. Pati estaba agotado, pero sacó fuerzas de flaqueza, y tras un intensísimo último sprint, llegó el tercero a la meta.

Los vítores más ruidosos de entre el público provenían, para su sorpresa, de una grada llena de… ¡patinetes! Tras la entrega de maillots y las fotos de rigor, Patinete volvió a casa convertido en leyenda, y fue el precursor de un nuevo deporte: la Vuelta al Mundo en Patinete.

11 de septiembre de 2010

La libélula de cuarzo (parte I)


Marietta de Salignac fue desde el principio inusitadamente aguda y despierta. A los tres años hablaba con total fluidez el francés y el alemán, lenguas maternas de sus progenitores. Aprendió a leer antes incluso de ser capaz de sostener los enormes libros que poblaban la biblioteca de su padre. Desde que tuvo permiso para sentarse a la mesa con los adultos, asombró a todos con locuaces y bien argumentadas intervenciones en temas de política, estado o economía. Fue autodidacta a la hora de aprender historia y arte, y pidió a sus padres, Condes de Salignac, un preceptor de aritmética y alquimia.

Al ser hija única, y noble, ninguno de estos inusuales caprichos le fue negado. Por deseo de su madre, tomó clases de costura y de laúd, que ella soportaba estoicamente. Su padre, por su parte, la inició en el mundo de la hípica y la cetrería. Después de los libros, no había nada que Marietta disfrutase más que montar a caballo por los bosques de su condado, o pasar horas hablando de halcones y águilas con los guardabosques al servicio de su padre.

Pero, en efecto, eran los libros los que absorbían la mayor parte de su tiempo y sus energías. En su octavo cumpleaños decidió que, a partir de entonces, sólo querría libros como regalo. Cintas, vestidos, juguetes o mascotas eran accesorios e innecesarios para ella. Su intención era tener tantos libros como días tiene un lustro. Sus padres, ambos cultos y bien instruidos para la época, mandaron orgullosos acondicionar una estancia de los aposentos de Marietta para almacenar la futura biblioteca de su hija.

Nunca consideraron que fuese un regalo descabellado o extraño. Un buen caballo no era mucho más caro que un libro encuadernado de París, y además los costes del transporte se reducían considerablemente al regalar libros.

Por tanto, en su duodécimo cumpleaños, Marietta tenía ya cuatro libros en su colección: Una biblia, una enciclopedia de arte, una Historia Francesa y un libro de poemas sobre la amistad, el amor y las batallas entre moros y cristianos. Por supuesto los había leído de cabo a rabo, y esperaba impaciente el banquete de aquella noche, la entrega de su regalo, y posteriormente la escapada furtiva a los jardines para leer toda la noche, bajo la luz de un farol, su nueva adquisición.

El libro que cayó en sus manos aquella vez era distinto de los demás. Sus padres así lo destacaron, pero era obvio que esos colores, las ilustraciones fantásticas, la adornada caligrafía y su gran tamaño hacían de él un libro muy especial. Un libro… de cuentos.