22 de mayo de 2011

Recuerdos ficticios (I)

¿Te acuerdas de que fuimos enemigos?

Aquella tarde en la guerra. Te partí en dos con el filo de mi almohada. Heridas de pluma, ¿se considera arma blanca? Sudor y gritos sofocados por las mantas. Una batalla encarnizada que ganaste con un beso.

15 de mayo de 2011

Tarde de estudio (Parte III)

                          “Cuando entré en la universidad de económicas, que por aquel entonces andaba en Madrid, yo era un estudiante más. Notas normales, expediente regular, un chaval discreto, vaya. Pero en mi cuarto curso ocurrió algo. Un día andaba yo documentándome para un proyecto, no recuerdo de qué trataba, y estaba en la biblioteca de la facultad rodeado de libros. No encontraba nada interesante y, enfadado, di un fuerte puñetazo a la mesa. Una pila de libros a mi lado se tambaleó, pero logré sujetarlos todos justo a tiempo… Todos excepto uno, que cayó al suelo con un golpe sordo, aún lo recuerdo. Abierto por una página al azar.

Algo en él me llamó la atención al recogerlo. Parecía muy usado, desvaído, y lo que en él leí me dejó más que asombrado. La historia de un tal C.V. Un “economista temprano”, un hombre que asesoró a emperadores en Asia y Europa oriental, que sacó a imperios de la ruina más absoluta, que sentó los cimientos del progreso económico, cuyos escritos fueron considerados heréticos. Sus libros sirvieron para prender el fuego en el que murió condenado por brujería en Inglaterra, a mediados del siglo VII.


Busqué y busqué sin pausa. Pasé noches en la biblioteca leyendo como un condenado, pero no encontré nada más. El día de la exposición, me planté frente a la clase en ayunas, sucio y sin dormir, y recité de memoria las escasas líneas que conocía acerca de esas dos siglas, C.V. Ni que decir tiene que suspendí, tanto ese trabajo como la asignatura. El profesor me la tenía jurada, y debió hablar de mí (intuyo que nada bueno) en el claustro de profesores, porque una semana más tarde el decano de la facultad se presentó en clase pidiendo hablar conmigo.

Salimos al pasillo. Mi terror inicial se fue apaciguando a medida que le contaba lo sucedido. Cuando quiso saber de qué había hablado en mi exposición, volví a recitar lo que encontré en la biblioteca. Su cara cambió, se puso pálido, y se tuvo que sentar en un banco cercano para recobrar el pulso. Más sereno, me dijo que prometía interceder por mí ante mi profesor si yo le traía el libro.

Corrí como loco hacia la biblioteca. Había dejado el libro, digamos “escondido”, entre los tomos de una aburridísima enciclopedia a la que nadie se acercaría ni en sueños. Al abrirlo, lo encontré totalmente en blanco.

Anonadado, me reuní de nuevo con el decano. No sabía cómo empezar a explicarle nada, pero él habló por mí. “Supongo que el libro habrá desaparecido, o no encuentras el párrafo en cuestión, o qué se yo. El caso es que no hay pruebas, ¿me equivoco?”. “Está en blanco”, fue todo lo que acerté a decir.

Entonces él me llevó a su despacho, me sentó frente a él, me ofreció una copita de brandy (que hoy he tomado antes de empezar a contarte esto), y empezó a hablar. Me relató cómo él de joven había encontrado un manuscrito en el que se hablaba de Carvech Fhörm. Cómo un profesor suyo había vivido algo similar con un libro que no había vuelto a aparecer. Cómo 70 años atrás, el abuelo de su profesor había oído una historia acerca de un economista de la Edad Media…

Ahí perdió la pista, pero los dos captábamos la esencia de lo ocurrido.

Nos llevábamos bien. Él se interesaba por mis clases, y hablábamos bastante. Decía con ironía que éramos los “elegidos”. No fue hasta bastante más tarde cuando se atrevió a hablarme con franqueza. Al parecer, lo que él había leído sobre Carvech Fhörm era mucho más que lo que me hizo creer la primera vez...”

- ¡Pero niña!, ¿qué horas son estas de andar al teléfono? ¿Con quién hablas?

- ¡Mamá, espera que esto es importante! Un momento, Ignacio, en seguida estoy con usted…

- Descuida, chiquilla…

- Cuelga ahora mismo que mañana tienes examen, pero vamos, ¡en cinco minutos te quiero ver en la cama!

- ¡Un momento, sólo un momento y cuelgo, mamá!

- ¡Un minuto y no más! –dijo. Y se fue de mi habitación a grandes pasos.

- Muchacha, anda, cuelga y mañana me llamas y te sigo contando. Tu madre tiene razón, necesitas descansar.


- Como usted quiera…



10 de mayo de 2011

El gran salto

Desde lo alto de la colina miré a mi alrededor. Qué extraño. Hacía tan sólo un minuto que había cerrado los ojos. Me acordaba perfectamente del tacto de unas manos dejando reposar mi cabeza sobre la almohada, llamándome al descanso. Tuve conciencia absoluta de caer dormida, de traspasar los umbrales del sueño. Y, al abrir los ojos, me encontré de pronto en aquel lugar.

Tan sola. Tan vacío.

Extensiones de verdor infinito, mirase donde mirase. Mis pies eran ligeros. Tan ligeros que mi cuerpo se elevó, lleno de aire. Floté sobre la hierba y bajé la colina deslizándome como un susurro. La brisa tenía colores, me envolvía, mecía mi pelo y acariciaba las puntas de mis dedos. Las comisuras de mis labios se elevaron poco a poco, junto con mis manos. Mis pies descalzos rozaban el trigo de los campos, y algunas golondrinas se aproximaron curiosas en vuelo rasante. Seguí avanzando sobre el suelo, flotando al igual que una hoja río abajo. Cada vez más rápido. Para ganar velocidad, me coloqué horizontalmente. Y funcionó. Probé a surcar la brisa a nado, con brazadas largas. Cada vez era más ligera, más aerodinámica. Las golondrinas no podían alcanzarme. Notaba el aire pasar a toda velocidad a mi lado. Quise setirme libre,  vivir del viento, quise soñar dentro de un sueño, quise notar la velocidad en mis entrañas. Quise vivir esa ficción cada momento de mi vida. Para ello cerré los ojos, y acto seguido desperté en mi cama.


Se acabó. Mis huesos pesados y torpes, mi inerte cabeza hundida en la almohada. Y era tan real, tan terrible y tan cierto como que estaba despierta. Estaba oscuro, pero mis retinas seguían cargadas de luz. No tenía sueño. No quería aquello. Sólo quería seguir volando.

Así que con prisas, urgentemente, abrí la ventana y volé…

Por fin. De nuevo la velocidad. Y nadé, nadé en el aire como hiciera antes. Atrevida, osada, probé a cerrar los ojos de nuevo.

Y afortunadamente, esta vez no desperté.