21 de diciembre de 2011

Humano,a (del lat. humānus)

Las fuerzas internas que se desatan en nuestras mentes nos obligan, a veces, a sonreír. Somos hojas, somos aire, somos vida y no nos importa nada. No hay meteorito capaz de hacer temblar nuestras convicciones. Recorremos rutas polvorientas en descapotables rojos, buceamos en simas de zafiro, respiramos como recién salidos del útero. Y vivimos, vivimos porque no nos queda otra, porque hemos nacido para esto, para sentir a ratos descargas eléctricas en la sangre. Escasos cinco litros que nuestros años navegan, sin más opciones que buscar una explicación a nuestros instintos primarios. Con la vista apenas conseguimos abarcar los próximos segundos, el salto que queremos dar, o el beso que se aproxima a nuestros labios.

Aprendemos tantas cosas que olvidamos cómo caminar, luchamos por diferenciarnos sin poder justificar por qué. No nos quedan pasiones por descubrir. Creemos en los dioses pero no en nosotros mismos. Y no obstante nuestra fe es tan fuerte que ya no necesitamos imaginar.

Nos abrimos paso a machetazos a través de casualidades y espinosos destinos insondables. Chocan las rectas secantes, saltan chispas, prende la llama y con ella vamos consumiendo nuestra inexplicable vida. Nos angustiamos por problemas que terminarán al parpadear, nos alejamos de quien nos ama y amamos a quien nos desprecia. Trepamos a la cima de montañas de dinero desde las que no hay más visión que la de las nubes, hechas de aire, como nuestros sueños.

Pero soñamos con ser alguien importante, dejamos nuestra ropa vieja y cómoda en el camino, morimos en el frustrado intento de vivir.

Y jamás, jamás escarmentamos.

8 de diciembre de 2011

En qué pensaba cuando te dije que "en nada"

Esta tarde camino sin rumbo pero con un destino establecido. Decenas de pensamientos de helio flotan a mi alrededor y me siguen dondequiera que vaya, atados con largas cintas de hilo negro que convergen en mi muñeca.

Uno de ellos estalla ante mí y el verano me salpica con su olor a mar y música, a polvo de arena, calor pegajoso, a reencuentros, a besos, a luces y sombras tatuando mi piel.

De repente, una manada de enormes lobos grises ahuyenta a la gente más próxima. Aterrada, recorro las calles desiertas como una sombra, huyendo para salvar mi vida. Pero ellos me rodean, no me hacen daño. Son delfines de la metrópoli que quieren protegerme… ¡de ése tranvía que se abalanza sobre mí!

Consigo saltar hacia un lado en el último segundo, aterrizando sobre un zarzal repleto de espinas. Y mientras el estruendo invade mis oídos permanezco boca abajo, inmóvil. He tragado tierra, las palmas de mis manos están llenas de cortes, y la cabeza me da vueltas.

Cuando el tren termina de pasar me incorporo y cruzo la vía, tras la cual hay un denso bosque en el que me interno sin más arma que mis desnudas rodillas sangrantes. Los lobos han desaparecido y estoy completamente sola. No tengo nada ni a nadie. No tengo frío. No tengo miedo.

Tras vagar toda la tarde entre juegos de azar, rodeos y virajes, caigo rendida de sueño al pie de un olivo. A la noche, me despiertan las voces demoníacas de un aquelarre cercano. Y escapo sigilosa, aferrada a las cálidas plumas de un búho pardo, que me cobijan y me resguardan del viento en nuestro ascenso hacia los cielos.

Jirones grises desgarrados por la luna marcan nuestro camino. Pero mi amigo ha visto algo, una presa en tierra, y describe un vertiginoso giro justo antes de caer en picado en pos del ratón. Pierdo el equilibrio y caigo al vacío, a la negrura de las aguas del océano que me traga sin un ruido. Y me hundo irremediablemente, hasta quedar enredada el lecho de algas sobre el que, junto conmigo, descansan los restos de un naufragio centenario del que nadie más que yo volverá a hablar.

A base de paciencia logro desatarme y nadar hacia la superficie. Sólo entonces me doy cuenta de cuánto me gusta el aire, respirarlo y sentirlo a mi alrededor. Sin un plan establecido, me dejo mecer por la corriente. Boca arriba y acariciada por el sol, me voy quedando adormilada. En el primer barco que pasa me aguarda un copioso desayuno, pero declino la oferta, es tan cómodo flotar, es tan fácil vivir sin prisas…

Abro los ojos cuando siento que algo firme roza mi espalda. He alcanzado la costa. Me hallo en una pequeña ensenada rodeada de altísimas rocas. Tras comprobar que ni siquiera es la hora de comer, me dispongo a escalar los acantilados que ocultan aquello que el futuro me depara. Al terminar mi ascenso, me siento en una de las delicadas sillas que salpican este pequeño y acogedor café al que he llegado. La vista desde sus ventanales es tan hermosa que, para el momento en que un camarero se acerca a tomarme nota, ya me encuentro saciada. Me conformo con un té de manzana, gracias.

Y, relajada y sin preocupaciones, me recreo en el paisaje hasta que mi móvil vibra. La realidad me llama, he llegado a mi destino.

Así que, con un suspiro, apuro el té y salgo de mis pensamientos para encontrarme contigo.

20 de noviembre de 2011

Snowed under

Buscó a alguien con quien saborear la soledad, se refugiaron en caminos secundarios.

Vivieron escondidos, eternos amantes, fugitivos. No trataron de comprender al mundo, ni de ser comprendidos por él.

Bajo aguaceros y sobre cascadas.

Lucharon contra quimeras y convenciones,
saliendo de una pieza
y con lecciones nuevas aprendidas en la cabeza.

Se fueron del mundo sin avisar.
No dejaron testamento mas que algunos cuentos,
que los niños atentos escuchaban sin chistar.

Trazaron la suave huella de la felicidad, borrada prematuramente
por las nevadas tempranas...

De aquel invierno,
que comenzaba.

5 de noviembre de 2011

Como agua de octubre

25/10/2011
Hoy llueve.

Como quien acaba de conocer el mar, yo tengo la sensación de ver la lluvia por primera vez. La ciudad está tan fría. Y el cielo, oxidado. Del color del azufre. Es extraño, porque en lugar del sol, un disco difuminado se intuye sobre el río. De un naranja brillante, como un foco solitario tras una cortina de humo. El silencio del espectador domina en las calles. Ni un susurro, ni un eco, ni una voz. Ni el murmullo del agua es audible más allá de mi cabeza.

Gota tras gota, sin pausa, nunca deja de caer agua. La tenue llovizna va calando poco a poco el parque. Los ocres caminos, majestuosos en su quietud. Transitados de palomas blancas indiferentes al frío. A este frío que parte el alma en dos y desgaja el ánimo.

Las tardes grises son ahora amarillas, como hojas marchitas a punto de estrellarse contra el asfalto. Es un cambio. Pareciera que las nubes me quisiesen decir algo.

28 de octubre de 2011

Manifiesto semántico

- Reniego de los eufemismos como medio de comunicación.

- Una cosa es adornar el lenguaje y otra bien distinta es disfrazar un mensaje.

- Los adjetivos son el arma más peligrosa jamás inventada.

Intentaré a partir de ahora hablar y escribir exactamente aquello que quiero decir, sin falsos significados ni cambios de sentido. Porque cuando despojas a las palabras de sus vestimentas y las ves ante ti, puras y desnudas, significado y esencia; las comprendes, las sientes y las bebes quieras o no, sean veneno o néctar del paraíso.

De ahora en adelante trataré de escanciar mis pensamientos en vasos de cristal. Que todos vean lo que quiero mostrar, lo auténtico. Que no tengan que filtrar el agua turbia.

Con ello espero esforzarme más aún en mi meta de extraer algo bello de las palabras; de éste lenguaje que por fortuna poseo gracias a mi condición humana. Porque lo difícil no estriba en hacer un hermoso retrato a un traje, sino al cuerpo desnudo que lo porta.

12 de septiembre de 2011

Planes para el abordaje

Cierro los ojos y me veo a mí misma: una figura estática que mira abrumada e indecisa  a su alrededor, sin saber por dónde empezar a ordenar la mente desvencijada. Ahora que la calma llega, ahora que el polvo vuelve a posarse en el lecho del río. Todo gira cada vez más despacio. El tiovivo interrumpe finalmente su ruta infernal. Y en el vacío que me dejaste vuelve a reinar poco a poco una reencontrada sensatez.

Respira…
calma…
respira…
tranquila…
calma…

Tus palabras producen en mí el efecto de un rayo fulminante. Cambian mis planes, el sabor de las cosas, mis principios.

Todas tus palabras, salidas todas de esa bendita cabeza tuya, que por mucho tiempo descanse sobre tus hombros y me siga descomponiendo la mente.

Tus palabras aporrean cada pared de esta habitación. Me escoltaste hasta la puerta y me encerraste en cuanto hube traspasado el umbral. Y cada cosa que me digas me atravesará, y sangraré la angustia de no verte, de no tocarte.

Y sufriré si me dices que sufres, y más aún si omites que gozas. Si me cuentas que me extrañas. Si recuerdo tu cara, prendida en cada frase que te oigo, en cada carta tuya que leo.

Y tus dientes, malditos sean tus dientes, escuderos de tu queda risa, que me vuelco por dentro cada vez que asoman de tu boca.

Cada vez que me hablas alguien nos interrumpe. Cada vez que me miras siento que me conoces.

Tus frías manos de pianista templan mis ánimos, asidas a mis hombros incandescentes, y me guían y me siguen entre ríos de almas que desconocen la turbación de sentirte tan cerca.

Es cuestión de tiempo que mi valentía viaje de mi pluma a mi boca. Hasta entonces no oirás de mí más que lo que ya te digo. Vivirás en paralelo a mí: siempre a la vista, siempre inalcanzable.


Un barco insignificante pretende abordar a uno mucho más grande. Para ello, aguarda al mar; a que las olas le sean propicias.

31 de agosto de 2011

Empapados

Cientos de personas concentradas en un punto, dedicadas a pensar las mismas cosas, a llevar la misma ropa, a escuchar siempre lo mismo, sin variar. Sin cambios, sin desviaciones. Sin estridencias. Sin reírse ni llorar. Como si fuesen olas, tus dedos me llevan a lo más profundo del océano. La sal de tu ser me corroe y penetra mi piel. Como las olas, tus venas transportan recuerdos ficticios vividos… ¿ayer? Y yacen, aquellas horas yacen en el fondo de vasijas de barro que la lluvia no tardó en llenar. La lluvia. Mojado el asfalto, mojada mi mente, parada en la calle pienso qué bello sería dejarme arrastrar. Hundirme, subir bajar. Imaginarlo todo. Y vagar, vagar. El agua caliente no cesa de caer, los tejados no lo notan, pero no así mis hombros, hundidos del peso de acercarme y no atreverme, de poder y no querer.

Personas. Cientos, miles, ¡o millones! de personas. Encerradas en el aire, olvidándose de amar. Concentradas en vivir, ajenas a tantas cosas que ignoran que pueden ver con sólo cerrar los ojos. Y mientras tanto, no sufras, me dicen, no sufras, pronto se te pasará. Les pregunto, ¿pasarme? El tren ya pasó, así como el mar. Las olas se fueron y, sinceramente, no van a volver. ¿Pasarme la vida? ¿Empalada en lluvia? No veo por qué.

Salir del camino, marcharme, girarme. Y gritar ¡cobarde! al que quiera mirarme. Eso es lo que quiero, huir adelante. Separar mitades, escindir destinos. Pensar que no cuesta y hacerlo sin más. Escapar de los cinceles, refugiarme entre tus huesos. Comprender por qué luchamos. Beberme tu alma a besos. Y volver, y volver y tratar de convencer a todos de que quizá no sea mejor, pero es nuevo y es distinto, y que nunca es imposible tocar más fondo que ayer.


El problema siempre ha sido que hoy día la gente no piensa en correr.

30 de julio de 2011

Recuerdos ficticios (II)

¿Recuerdas nuestra muerte hace unos meses?

Me dijiste “Hoy va a acabarse el mundo. Hoy vamos a morir.

Ha amanecido de repente, y con tanta fuerza que los rayos de sol han rasgado el cielo. Una potentísima luz blanca se abrió paso, cegándonos a todos a través del gigantesco boquete abierto allá en lo alto.

Y, creciente por momentos, el ruido ensordecedor del agua hizo temblar los cimientos de cada edificio, tronando en nuestros oídos, enmudeciendo cualquier otra fuente de sonido. Inquietos, nos levantamos de la cama para ver qué ocurría allá afuera. Eran las lluvias cosechadas por las nubes para este invierno, que se desbordaban en cascada a ambos lados de la hendidura, de aquella brecha abierta en el cielo azul.

La cortina de agua era tan espesa que no dejaba ver al otro lado, y dividió en dos a la ciudad.

El efecto invernadero se intensificaba por momentos. Aparecieron el sudor y la humedad. Nos faltaba aire con el que llenar los pulmones, abrimos las ventanas del ático y nos desprendíamos de nuestras ropas, sin éxito. El calor rozaba el límite entre lo insoportable y lo mortal.

Las altas temperaturas hicieron que la vegetación tropical creciese prácticamente ante nuestros ojos. Si permaneciésemos más de diez minutos en un lugar, probablemente veríamos las flores salir del asfalto ardiente.

Las ratas huyeron a las seis de la mañana, pero nadie lo notó. Nadie lo sintió. Y no podíamos escapar, porque las carreteras estaban inundadas, y ya no había electricidad.

Un caudaloso río de barro y escombros corría a toda velocidad por lo que antes fueron las calles del centro. Nuestro edificio se salvaba por unos pocos cientos de metros. Pero el agua crecía sin pausa y arrasaba con todo aquello que encontraba a su paso. Nos quedaba poco tiempo.

Los nuevos árboles ya asomaban sus copas entre los edificios aún intactos. La lluvia empapaba todo, y allá donde mirásemos crecían brotes verdes alimentados de aquel sol que se derramaba quemando, creando vapor, matándonos a todos y a la vez haciendo brotar el verdor más intenso.

Esperando estoicos, tú y yo contemplábamos cómo nacía la nueva vida a costa de la nuestra. Quizá (probablemente) sea lo mejor para este planeta enfermo… el agua nos llega al cuello ya.”

Y nos abrazamos, nada más.

1 de julio de 2011

El concierto

          Temblarán las orillas si bailamos, extasiados. Amplificadores que estallan y manos que buscan más manos. La música nos inunda y nos ahoga, y nos arrastra a empellones hacia el filo de la locura. Amarrados por la espalda, no vemos más que nuestros propios pies, cayendo al vacío, mientras el estruendo hace bailar nuestras entrañas. Miramos al cielo y, despacio, como en un sueño, caen las gotas sobre nuestra cara. Una a una, se desmadejan en nuestras mejillas. Las sentimos tan llenas de agua y de vida.

         Nuestras horas se suceden, estaciones de tren que trastocan nuestro entendimiento y la percepción de la realidad. El mundo quedó lejos, desdibujado y diluido en las horas de sueño ausentes. Compartiendo el alma que nace en nuestros pies, abrazados, enlazados a cuerpos extraños, perfectos hermanos unidos por una canción. Y con prisas, sin pausas, alcanzamos el clímax y nuestras broncas voces brotan, arañando las gargantas. Nota a nota. Los acordes del bajo bombean nuestra sangre negra y espesa. Cerveza que fluye dulcemente por el suelo embarrado. Vibraciones de ultratumba que desmayan los sentidos. Sin nada que perder, luchamos por adentrarnos entre cuerpos bañados en sudor y alcohol. Empujones, mordiscos, contacto físico elevado a su máxima expresión. El concierto de los cuerpos se desarrolla aquí abajo. En lo alto, nuestros amados Dioses nos deleitan, nosotros los adoramos, y bailamos para ellos.

Y bailamos,

bailamos,

bailamos…



23 de junio de 2011

No soporto...

Que se tache a la gente de "rara" por sus gustos musicales.

A la gente que se jacta de no leer en sus tablones del tuenti.

El conformismo institucionalizado en mi país, y, en general, a todo aquello que nos hace "Typical Spanish".

Que el término "friki" se use con una evidente connotación negativa.

A los sobrados que piensan que, por hablarles y ser amable, ya estás ligando con ellos.

Que la gente reclame sus derechos pero no sus obligaciones.

El deporte nacional de la Queja.

Que la gente sea débil por ser éste el camino más cómodo.

El nulo respeto o agradecimiento que se tiene a los docentes, a los padres, y a todas aquellas personas que nos intentan enseñar a ser mejores.

A los niños malcriados, y menos a sus padres esclavizados.

Que los gobernantes tiren por la tangente y mantengan al pueblo distraido con debates morales (¿crucifijos en las aulas? ¿aborto? ¿eutanasia?), mientras el país se hunde con todo el equipo.

No soporto que esa estrategia les funcione tan bien.

El sentimiento generalizado de que "pedir perdón es de débiles", y de que ser bueno no sirve de nada hoy día.

Que se burlen de los Indignados, que se diga que luchan por una causa perdida o que "son todos unos perroflautas y  unos antisistema".

Que la gente se trague sin digerir todo aquello que sale en los telediarios y los periódicos, considerados verdad universal y nunca lo suficientemente cuestionados.

Que muchos de los Indignados no sepan por lo que luchan, y que unos pocos violentos y extremistas echen por tierra una protesta pacífica que funcionaba tan bien.

La cobardía de no enfrentarse a lo establecido, la corriente de decadencia que sigue la masa idiotizada, el costumbrismo y el esperar que alguien solucione tus problemas por ti. No todo es culpa de los políticos.

El sensacionalismo y los falsos mensajes de la última campaña publicitaria de Coca-Cola.

Los estereotipos y las modas que hacen que miles de personas se sientan inferiores por tener cuerpos reales.

A las mujeres machistas, que desgraciadamente no son pocas.

Que actualmente se idolatre a iconos nefastos y nos olvidemos de los grandes héroes de la humanidad.

Que se cambie la fecha de un examen para que no coincida con un botellón.

Que leas esto y no pienses en cosas que tú tampoco soportas (o lo que es lo mismo, que se aceptan sugerencias).

8 de junio de 2011

El cuento de los espejos

            Erase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un hermoso y próspero país gobernado por un mago. Sus habitantes convivían en paz, nadie pasaba hambre y el Gran Mago era sabio y magnánimo con todos, amado por sus súbditos, pero también el más temido de sus enemigos.

          Al norte de este reino se hallaba la ciudad duende. Famosos por su condición tramposa y traicionera, los duendes eran expertos de la farsa y el engaño. Maestros cristaleros cuyos espejos, según se contaba, estaban encantados con malas artes. Nadie, ni siquiera los más valientes se aproximaban a aquella ciudad.

          Los duendes odiaban a muerte a los sureños. Siglos atrás, su especie fue relegada al norte en una cruenta guerra, y ningún intento de reconquistar las tierras del Sur dio sus frutos. El frío de los edificios de cristal en que habitaban hacía de ellos un pueblo débil y enfermo. Los inviernos eran más temidos que la Parca, y sólo el poderoso hechicero del Sur los disuadía de intentar otro ataque.

            Pero sucedió un día que nuestro buen mago cayó gravemente enfermo de sueño. Los médicos se afanaban día y noche en hallar cura a sus males y el reino entero aguardaba ansioso su recuperación, pero la terrible dolencia le impedía despertar de sus pesadillas. Éste fue el momento escogido por los duendes para atacar.

            Una noche sin luna, los muros de la ciudad cayeron derribados por poderosas máquinas de guerra. Sin piedad, los duendes mataban a todo aquel que se cruzase en su camino. La sangre corría calles abajo, se oían gritos en las casas, el ganado escapó embravecido. Quemaron los pastos, las cosechas y los tejados. Derribaron puentes y acueductos, mataron a cientos de personas indefensas en unas pocas horas. Cuando el ejército logró reaccionar y organizarse, los terribles duendes ya huían con las primeras luces del amanecer.

            Durante aquel día el caos reinó en la ciudad, pero por la tarde el Sur estaba preparado para un nuevo ataque. En la segunda noche de asalto sorprendió a los duendes la fortísima resistencia del reino. Apostados en las almenaras del castillo, poderosos hechiceros venidos de todos los lugares del mundo conjuraban encantos contra todo aquel que atravesase las derruidas murallas. El ejército defendía sin compasión la ciudad a golpe de espada. Los juglares cantarían siglos después las proezas que en esta batalla tuvieron lugar.

            Como era de esperar, muy de mañana la lucha estaba ganada. La retirada de los duendes desató los gritos de júbilo de la ciudad entera, y el alboroto logró incluso despertar al mago dormido, que pronto se puso a la cabeza de su ejército. A la mañana siguiente, los reinos del sur unidos emprendieron una marcha hacia el norte. Al frente de ellos, el Gran Mago despejaba el camino, apartando ríos y bosques, y protegiéndolos a todos de las fuertes nevadas que perpetuamente azotaban el reino duende.

             Cuando llegaron, encontraron las puertas de la ciudad de cristal cerradas a cal y canto. Dentro se veía a los duendes corriendo nerviosos de un lado para otro, preparándose para la guerra. Pero los malvados duendes no contaban en absoluto con que el mago ya estaba curado y se hallaba entre los atacantes. Por eso, su pavor fue mayúsculo al ver cómo las brillantes murallas de cristal se resquebrajaban entre horribles crujidos y chirridos. Su ciudad sucumbió en cuestión de minutos ante el poderosísimo encantamiento del Mago del Sur.

            No obstante, el gran Mago decidió mantener con vida a los duendes. Como castigo por todas sus maldades, encerró a cada uno en un fragmento de cristal, en un trozo de lo que quedaba de la ruinosa ciudad.

           Es por eso que, hoy en día, vemos auténtica magia al mirar a través de ciertos cristales. Los colores se funden entre sí, aparecen formas nuevas, las imágenes se duplican y bailan cuando las hacemos girar. Probablemente tengamos en nuestras manos los vestigios de aquella ciudad, dentro de los cuales hay un duende haciendo de las suyas.

           Lógicamente, esto sólo pasa con algunos cristales. No obstante, es recomendable ser cuidadoso y atender el dicho de que romper un espejo son siete años de mala suerte. Porque, quién sabe, quizá alguna vez hayamos dejado escapar algún duende sin querer…

22 de mayo de 2011

Recuerdos ficticios (I)

¿Te acuerdas de que fuimos enemigos?

Aquella tarde en la guerra. Te partí en dos con el filo de mi almohada. Heridas de pluma, ¿se considera arma blanca? Sudor y gritos sofocados por las mantas. Una batalla encarnizada que ganaste con un beso.

15 de mayo de 2011

Tarde de estudio (Parte III)

                          “Cuando entré en la universidad de económicas, que por aquel entonces andaba en Madrid, yo era un estudiante más. Notas normales, expediente regular, un chaval discreto, vaya. Pero en mi cuarto curso ocurrió algo. Un día andaba yo documentándome para un proyecto, no recuerdo de qué trataba, y estaba en la biblioteca de la facultad rodeado de libros. No encontraba nada interesante y, enfadado, di un fuerte puñetazo a la mesa. Una pila de libros a mi lado se tambaleó, pero logré sujetarlos todos justo a tiempo… Todos excepto uno, que cayó al suelo con un golpe sordo, aún lo recuerdo. Abierto por una página al azar.

Algo en él me llamó la atención al recogerlo. Parecía muy usado, desvaído, y lo que en él leí me dejó más que asombrado. La historia de un tal C.V. Un “economista temprano”, un hombre que asesoró a emperadores en Asia y Europa oriental, que sacó a imperios de la ruina más absoluta, que sentó los cimientos del progreso económico, cuyos escritos fueron considerados heréticos. Sus libros sirvieron para prender el fuego en el que murió condenado por brujería en Inglaterra, a mediados del siglo VII.


Busqué y busqué sin pausa. Pasé noches en la biblioteca leyendo como un condenado, pero no encontré nada más. El día de la exposición, me planté frente a la clase en ayunas, sucio y sin dormir, y recité de memoria las escasas líneas que conocía acerca de esas dos siglas, C.V. Ni que decir tiene que suspendí, tanto ese trabajo como la asignatura. El profesor me la tenía jurada, y debió hablar de mí (intuyo que nada bueno) en el claustro de profesores, porque una semana más tarde el decano de la facultad se presentó en clase pidiendo hablar conmigo.

Salimos al pasillo. Mi terror inicial se fue apaciguando a medida que le contaba lo sucedido. Cuando quiso saber de qué había hablado en mi exposición, volví a recitar lo que encontré en la biblioteca. Su cara cambió, se puso pálido, y se tuvo que sentar en un banco cercano para recobrar el pulso. Más sereno, me dijo que prometía interceder por mí ante mi profesor si yo le traía el libro.

Corrí como loco hacia la biblioteca. Había dejado el libro, digamos “escondido”, entre los tomos de una aburridísima enciclopedia a la que nadie se acercaría ni en sueños. Al abrirlo, lo encontré totalmente en blanco.

Anonadado, me reuní de nuevo con el decano. No sabía cómo empezar a explicarle nada, pero él habló por mí. “Supongo que el libro habrá desaparecido, o no encuentras el párrafo en cuestión, o qué se yo. El caso es que no hay pruebas, ¿me equivoco?”. “Está en blanco”, fue todo lo que acerté a decir.

Entonces él me llevó a su despacho, me sentó frente a él, me ofreció una copita de brandy (que hoy he tomado antes de empezar a contarte esto), y empezó a hablar. Me relató cómo él de joven había encontrado un manuscrito en el que se hablaba de Carvech Fhörm. Cómo un profesor suyo había vivido algo similar con un libro que no había vuelto a aparecer. Cómo 70 años atrás, el abuelo de su profesor había oído una historia acerca de un economista de la Edad Media…

Ahí perdió la pista, pero los dos captábamos la esencia de lo ocurrido.

Nos llevábamos bien. Él se interesaba por mis clases, y hablábamos bastante. Decía con ironía que éramos los “elegidos”. No fue hasta bastante más tarde cuando se atrevió a hablarme con franqueza. Al parecer, lo que él había leído sobre Carvech Fhörm era mucho más que lo que me hizo creer la primera vez...”

- ¡Pero niña!, ¿qué horas son estas de andar al teléfono? ¿Con quién hablas?

- ¡Mamá, espera que esto es importante! Un momento, Ignacio, en seguida estoy con usted…

- Descuida, chiquilla…

- Cuelga ahora mismo que mañana tienes examen, pero vamos, ¡en cinco minutos te quiero ver en la cama!

- ¡Un momento, sólo un momento y cuelgo, mamá!

- ¡Un minuto y no más! –dijo. Y se fue de mi habitación a grandes pasos.

- Muchacha, anda, cuelga y mañana me llamas y te sigo contando. Tu madre tiene razón, necesitas descansar.


- Como usted quiera…



10 de mayo de 2011

El gran salto

Desde lo alto de la colina miré a mi alrededor. Qué extraño. Hacía tan sólo un minuto que había cerrado los ojos. Me acordaba perfectamente del tacto de unas manos dejando reposar mi cabeza sobre la almohada, llamándome al descanso. Tuve conciencia absoluta de caer dormida, de traspasar los umbrales del sueño. Y, al abrir los ojos, me encontré de pronto en aquel lugar.

Tan sola. Tan vacío.

Extensiones de verdor infinito, mirase donde mirase. Mis pies eran ligeros. Tan ligeros que mi cuerpo se elevó, lleno de aire. Floté sobre la hierba y bajé la colina deslizándome como un susurro. La brisa tenía colores, me envolvía, mecía mi pelo y acariciaba las puntas de mis dedos. Las comisuras de mis labios se elevaron poco a poco, junto con mis manos. Mis pies descalzos rozaban el trigo de los campos, y algunas golondrinas se aproximaron curiosas en vuelo rasante. Seguí avanzando sobre el suelo, flotando al igual que una hoja río abajo. Cada vez más rápido. Para ganar velocidad, me coloqué horizontalmente. Y funcionó. Probé a surcar la brisa a nado, con brazadas largas. Cada vez era más ligera, más aerodinámica. Las golondrinas no podían alcanzarme. Notaba el aire pasar a toda velocidad a mi lado. Quise setirme libre,  vivir del viento, quise soñar dentro de un sueño, quise notar la velocidad en mis entrañas. Quise vivir esa ficción cada momento de mi vida. Para ello cerré los ojos, y acto seguido desperté en mi cama.


Se acabó. Mis huesos pesados y torpes, mi inerte cabeza hundida en la almohada. Y era tan real, tan terrible y tan cierto como que estaba despierta. Estaba oscuro, pero mis retinas seguían cargadas de luz. No tenía sueño. No quería aquello. Sólo quería seguir volando.

Así que con prisas, urgentemente, abrí la ventana y volé…

Por fin. De nuevo la velocidad. Y nadé, nadé en el aire como hiciera antes. Atrevida, osada, probé a cerrar los ojos de nuevo.

Y afortunadamente, esta vez no desperté.

21 de abril de 2011

¿Dónde está la Poesía?



La poesía está donde uno quiera que esté. Generalmente hay poesía en la mente, pero también puede encontrarse en los libros, en el mar o en los besos.

Lo poético está en lo cotidiano. En la gota de sudor que resbala por la frente, trazando la vía del esfuerzo. En los radios de una bicicleta girando sin parar. En las canciones del viento que se cuelan por la ventana. En pensar sin querer. En mirar sin ver. En querer sin pensar o en oír sin escuchar. En pasar por las aceras mirando las copas de los árboles.
En un programa de radio de madrugada. En un piano que conduce a los durmientes a las fronteras del séptimo sueño. Lo poético no está en rimar sílabas, sino ideas. Lo poético está en todo aquello que se nos pasa por la mente un instante antes de posar el pincel sobre el lienzo.
En las luces del alba por el retrovisor. En tirar la toalla al aire y cazarla al vuelo. En una pompa de jabón. En una risa mellada. En los recuerdos.
La poesía mueve el mundo. La poesía es inspiración, es pasión, es sentimiento y es género literario. Los más afortunados consiguen expresarla con palabras. A eso se le llama poeta, o incomprendido de su tiempo, y la mayoría suelen ser ignorados.
Todo ello, poetas y poesía, han tenido desde siempre algo en común: están infravalorados porque la gente se piensa que la poesía está hecha para ser comprendida, como si de una novela se tratase. Pero la poesía no se entiende, se siente.
O así lo siento yo al menos.

17 de abril de 2011

Un vicio


Un latido dos personas tres segundos bastan

Cuatro llamadas cinco paradas seis caricias bastan

Siete semanas ocho cafés nueve miradas bastan

Diez cambios de ropa once piropos doce preguntas bastan

Trece silencios catorce besos quince minutos de charla

Dieciséis trenes diecisiete días dieciocho años bastan

Diecinueve abrazos y veinte codazos, veintiún partidos bastan

Veintidós pasos, veintitrés páginas, veinticuatro horas bastan.



- Bastan... ¿para qué?

- Para enamorarse

- Suena sencillo… y adictivo. ¿Es un vicio?

- Claro, lo difícil es dejarlo.

10 de abril de 2011

¿Un buen día?

Me he despertado casi a las diez

Y he dado vueltas y vueltas
Hasta que las sábanas se han caido al suelo
Me ha costado incorporarme

Desayunando, leí una revista
Me llené la mente de banalidades
Las escupí con la pasta de dientes
Pensé en ti por un momento

Deseché mis pensamientos
Con las púas del peine recorriendo mi pelo
Pisando fuerte
Cayeron al suelo

Pero, por si acaso
Los he guardado en un bolsillo
Corrí por el pasillo
Derrapé en las esquinas

Me aburrí un minuto y pensé “nunca más”
He hojeado la estantería
¿Ensayo? ¿Poesía?
No estoy de humor

Quién habrá inventado los domingos…

28 de marzo de 2011

Potpourri

Verde. Los campos explotan en verde. La hierba brota en nuestras manos. Los árboles crecen sin pausa y en ellos nacen los pájaros. Las colinas se ondulan, se mueven, se suceden cual olas de un mar en calma. Y todo es tan verde que duele mirar.

Rojo. Nuestro cuerpo se abre al buen tiempo. Dejamos caer la ropa en el camino. Las amapolas se giran a nuestro paso. Bocados de sandía nos endulzan las palabras. Rojos los labios, ojos brillantes, miramos al sol sin intermediarios. Y todo es tan rojo que echamos a reír.

Azul. El viento huracanado de la primavera se llevó las nubes. El cielo sale a escena con sus mejores galas, recién lavado y planchado. Los charcos del chaparrón de ayer son azules, azules como esos ojos que sólo existen en la imaginación. El aire azul. Y todo es tan azul que nos paramos a pensar.

Amarillo. Los dientes de león salen disparados de la tierra fértil, se abren curiosos al mundo exterior, hablan con las abejas. La madreselva se comba al viento. Tallos de acedera entre los dientes. Rodajas de limón en nuestros vasos. El sol nos calienta los brazos desnudos. Otro hielo, por favor. Y todo es tan amarillo que queremos gritar.

Blanco. Esponjosos barcos navegan en lo alto. En busca de figuras los observamos. Y las estelas de los aviones se pierden entre las páginas de un libro. Margaritas trenzadas coronando la cabeza. Y una blusa de algodón por abrigo. Y todo es tan blanco que soñamos despiertos.

Primavera. Blanca y verde, verde y roja, roja y azul, azul y amarilla, amarilla y ¡tan hermosa! Bien merecen la pena cien años de invierno por días como el que hoy nos has regalado. Y no importa que mañana llueva, porque pasado habrá sol, y la vida eclosionará en los campos, y los colores nos llenarán los ojos, y nuestra sangre se alterará en un sinfín de reacciones químicas.

Primavera. Y si hoy, yo lloro, ayer tú reías a carcajadas. Él se enamora. A ella le pica la nariz. Nosotros nos enfadamos. Vosotros chilláis. Ellas saltan al agua. La vida pasa en tecnicolor. Y uno se siente tan vivo…

Primavera, no te vayas.

22 de marzo de 2011

Incongruencias

- Voy a preguntártelo por última vez, y ¡ay de ti como la respuesta sea No! - Yo aguardé ansiosa ante aquel chico de ojos amenazadores. - ¿Quieres que vayamos algún día a tomar algo tú y yo?

Ante esa pregunta, decidí pasar de él, pero en realidad pasé por encima de él. Le pisé un ojo sin querer, y se le hizo la vista gorda.

Pero no le salieron moratones, sino moras. Nos las comimos juntos y echamos a andar. Andar se fue apenado, lamentando que todo el mundo le echaba siempre. Mientras, nosotros decidimos trazar nuestro propio camino. Primero dibujamos una curva. Luego hicimos pasar un río por debajo de nuestros pies, queríamos un camino con puente. Aprovechamos y pintamos flores a los lados. Y allá en lo alto, el Sol, capitán redondo, con un sombrero de lazos. El martes, tras el puente, lo coloreamos todo. ¡Ya estaba el camino terminado! El camino, ése gran olvidado o desapercibido en los dibujos de la casa con las montañas…

El miércoles tocaba estudiar. Al parecer, Estudiar era un violinista muy famoso. Pero, sinceramente, no me pareció que tocase tan bien como se comentaba por Allí. Así que fui a preguntar de nuevo. Ya en Allí, me encontré con un señor que vendía amaneceres. Era muy simpático, pero con el acento endiablado que tienen los allienses  creo que me equivoqué, y en vez del amanecer le compré su silencio por un puñado de dólares.

Dijo estar de acuerdo, y guardó mi secreto envuelto en un pañuelito que escondió entre un amanecer de su pueblo y otro del círculo polar ártico.

Pero mi secreto finalmente se develó. ¡Se enfadó muchísimo! Nos gritó cosas horribles, y nos amenazó con la orca si le volvíamos a despertar. La orca dijo que a ella que no la metiesen en líos (porque en Líos no hay mar ni ríos), y se alejó nadando sábanas adentro.

Y ya no me acuerdo de más, porque para cuando quise ver de cerca el mar de mantas me desperté en mi cama.


9 de marzo de 2011

Hoy me apetece tomar el sol


Ponemos el primer pie sobre la arena de la playa bajo el sol abrasador. Está tan caliente que nos quema hasta los gemelos. Pero las chanclas son demasiado incómodas, así que nos las quitamos y decidimos correr para no carbonizarnos los pies. Una vez llegados a la arena más oscura de la orilla, húmeda y fresca, nuestros pies se enfrían rápidamente. Ahora hace demasiado frío, así que caminamos un poco cuesta arriba, donde la arena se empieza a secar y a calentarse. Éste es un buen sitio, quedémonos aquí.

Extendemos la toalla. Pero un golpe de viento, ¡vaya!, la dobla. Con hastío la rodeamos, y colocamos los picos. Una chancla en cada punta. La mochila en la tercera. La cuarta retenida por la crema. Así no debería volarse. Nos sentamos en un extremo, nos sacudimos las manos y nos quitamos la camiseta (nos retocamos el pelo. ¡Qué calor! Mejor una coleta). Nos sacamos los pantalones haciendo el puente sobre la toalla, es algo incómodo. Lo dejamos todo de cualquier manera sobre la mochila. Un poco de crema fresquita, la justa para no parecer gambas después. Por la cara, por los hombros. Y ésta pizca que sobra a las plantas de los pies, que siempre se me olvidan. Ahora estamos pegajosos, y tenemos más calor. Pero, ¿cómo se ha podido llenar la toalla de arena otra vez? Bueno, ya da igual.

Dejamos caer la espalda sobre la toalla. Está muy caliente. Nos colocamos el bañador, que no se tuerza.

Cerramos los ojos. Todo es naranja. Movemos las pupilas bajo nuestros párpados. Abajo, negro; a los lados rojo, y  naranja brillante otra vez. Demasiada luz... Con los ojos cerrados tanteamos hacia la mochila. Mala puntería: arena, palpamos una conchita... ¿pero dónde está? Entreabrimos los ojos y, tras encontrarla ridículamente cerca de nuestra cabeza, buscamos en ella hasta hallar unas gafas de sol, o una camiseta que nos ponemos sobre nuestra frente empapada en sudor. Mucho mejor así. Ahora ya podemos tostarnos tranquilos.

Cerramos los ojos otra vez, y pasan diez segundos. Es entonces cuando nuestro cuerpo parece entrar en trance. Notamos una ola de calor que sube desde nuestros pies, por los muslos, la barriga, el pecho, a la cara. Y vuelve a bajar. La temperatura nos inunda, nuestros pulmones se llenan de aire a medida que el calor sube por el torso. Se vacían, y nos quedamos fríos, pero en seguida el sol vuelve a subir. La sensación de calor es más fuerte en las mejillas, los hombros, las rodillas y el dorso de los pies. Nos quema. ¿Un poco más de crema? Qué pereza nos da movernos otra vez. Así que nos concentramos en nuestra espalda a salvo del sol, y mantenemos la sensación de frescor en la mente.

A los pocos minutos el sol nos abrasa. Nuestros poros se dilatan, los pigmentos explotan dentro de ellos, cuerpo y alma se abren al cielo como los girasoles. Cada ratito, una corriente de brisa suave nos refresca el ánimo para seguir disfrutando.

Llega un punto en el que cada centímetro de nuestra piel desprende calor, como si una hoguera ardiese dentro de nosotros. Giramos la cabeza y entreabrimos el ojo más cercano a la arena. Todo se ve en tonos azulados, es algo surrealista. Una gota de sudor resbala desde nuestra sien. Nos estamos chamuscando. Es el momento de darse la vuelta.

Nos frotamos los ojos con los dos dedos que aún no están llenos de arena. Apoyamos un codo, la cadera, la rodillas y, con esfuerzo… giramos y nos dejamos caer. Esto es muy incómodo, ¿qué hace este brazo aquí? Vamos a colocarnos. Dejamos caer nuestros brazos a ambos lados del tronco. ¿Y si subimos las manos a la altura de la cabeza? O usar el antebrazo de almohada... No, mejor como al principio. Brazos desmayados a los lados. Eso es.

La cabeza mirando a este lado. Excavamos un huequito en la arena con las manos, bajo la toalla. Mm, no; la giramos al otro lado. Así, sí. Cerramos los ojos. Colocamos por última vez la arena bajo la cabeza, y volvemos a dejar los brazos donde estaban. Notamos el calor en las yemas de los dedos. Respiramos hondo. Cuesta un poco porque estamos boca abajo, pero ya soltamos el aire... Y nos invade una nueva ola de calor.

Pero pasa muy poco tiempo hasta que los gemelos empiezan a ardernos. ¡Qué calor! Y pensamos: "Espero un minuto más, y me giro".

Ahora nos arden los hombros ("dentro de un minuto me levanto y me refresco un poco").

Ahora queman los muslos. Un minuto más y al agua.

Cinco minutos más tarde, antes de entrar en combustión, nos levantamos de golpe y corremos a la orilla.

La carrera nos refresca y ahora nos sentimos mucho mejor. ¿Qué hacemos? ¿Entramos o no al agua? Nos llevamos las manos a la cabeza, nuestro pelo está muy caliente. Y las mejillas, y los hombros también. Estamos sudando como un pollo. Será mejor bañarnos. Entremos sin pensar y de una carrera…

A la de tres:

Una,

dos,

¡y tres!

14 de febrero de 2011

Cuadro

(Silencio. La habitación en penumbra. Persianas a medio bajar, cristales rotos. A la derecha, una puerta entreabierta, un pasillo que da al exterior. Una figura encogida tiembla en el suelo en una esquina de la sala. Una mujer. Otra figura, esta vez de hombre. Eres tú. La observas impávido unos metros más lejos. Silencio.)

- Déjame

(Te alejas, despacio. Ella permanece tendida sobre el suelo. Respira con dificultad. Los cortes de sus brazos, la sangre en el suelo. La pitera abierta en la cabeza. Su sangre. Su sangre manchándole el pelo, la ropa, su sangre en tus manos, a tus pies. Tragas saliva. Sabe a sangre.
Das un paso en pos de ella.)

- Vamos, te ayudo a levantarte.
- ¡No! Puedo yo sola. (un estertor. Una tos, más sangre en el suelo. Un susurro) Fuera.

(Trabajosamente, un débil brazo magullado y pálido se empieza a mover. Le sigue el otro. Ambas manos apoyadas en el suelo, por delante de su cabeza. Los tendones se tensan, sus músculos se contraen con esfuerzo. Lentamente, muy poco a poco, se incorpora. A medio camino descansa unos segundos. Ahora, alza la mirada hacia ti. Intuyes sus ojos entre los largos mechones de pelo, sanguinolentos, llenos de polvo. Ojos de odio, de rencor, saturados de sangre.

Sin apartar la vista, termina de incorporarse.)

- Fuera. (La miras, inmóvil. Tiene un labio partido) ¡He dicho que LARGO!

(Un rugido de leona herida. Mejor será obedecer.
Te giras, y andas hacia la puerta. Antes de salir, oyes sus sollozos a tu espalda.
Y echas a andar.)

(Oscuro.
Y baja el telón.
Aplausos.
Cuentas: un, dos, tres, cuatro, cinco, y sales. Ella te espera de pie. Le tomas la mano. Se alza el telón, sonreís, reverencia…
Y aplausos,
aplausos,
aplausos…)

25 de enero de 2011

Desde mi ventana

Las estelas de nubes blancas se cruzaban en el cielo. Se entretejían, asemejando una red en la que los pájaros cautivos del atardecer se movían nerviosos. Sabedores de su encierro se resignan, y planean hasta posarse en los tejados.

De cara al último sol dorado de la tarde, desde lo alto de una azotea coronada de antenas de televisión, algunos gatos otean a lo lejos. Quizá miran a los pájaros. Quizá a la reja de nubes que alguien ha regalado hoy a esta vieja y cansada ciudad.

Mira… ¿Ves ese cielo azul, allá a lo lejos? Tras los barrotes de blanco vapor de agua… ¿lo ves? Nunca será tuyo. Pero siempre podrás soñar con él.

¡Ay, pobre Ciudad! Pobre, vieja, triste y cansada Ciudad. Tus viejos edificios, tus tristes avenidas y tus cansados habitantes.

No llores. Mira, ya viene el río, contándote historias del Este. Tranquila, ya se va el sol. Dentro de poco dejarás de ver esas rejas blancas.

Duerme, Ciudad, arrullada por los coches y bañada por la luna. Con el nuevo día olvidarás la noche, y con la noche olvidarás el día, y pasarán los años y finalmente olvidarás quién eres.

Y poco a poco, el sol se despedía de nosotros, pero sólo los gatos y yo nos dimos cuenta. Y la luna ni tan siquiera se molestó en salir.



Mañana será otro día… Otro día más...

12 de enero de 2011

Las ideas caminan de la mano



voy a consumir el tiempo que Queda entre hoy y mañana

Quedaré con alguien a quien no haya Visto en horas

Veré amanecer desde todos los Lugares del mundo

viajaré al Lugar en el que las Estrellas se engarzan en la vía láctea

me Estrellaré contra todas las barreras Ideológicas

Idearé el método para Arrancar unas lágrimas a un cactus

Arancaré la línea que separa el día de la noche, y me Ataré con ella el pelo

encontraré en los desvanes fajos de cartas antiguas Atadas con Lazos de raso

Enlazaré sílabas para que mis versos Entren en cintura

Entraré en callejones oscuros, y Saldré por donde vine

alcanzaré la Salida a la caverna, llegaré al mundo real Inundado de luz

Inundaré con nuestra sangre todos los rincones de esta Habitación

Habitaré en una Tela de araña durante el frío invierno

romperé el Telar de penélope, y escribiré a ulises para que vuelva a casa a Buscarla

Buscaré entre la Uña y la carne a los verdaderos amigos

lucharé con Uñas y dientes por un espacio en tus Pensamientos

Pensaré que todo esto ha sido un Sueño

Soñaré que Creíste verme entre los cortinajes de la aurora boreal

Creeré en el poder de la música para amansar a las Fieras

me adentraré en tu Fiereza y encontraré tu corazón Tierno

abrazaré con Ternura al bebé más Pequeño y desvalido

Empequeñeceré hasta que de mí no quede más que una Frase

“ésta Frase diminuta”