Nada
en el ambiente podía presagiar lo que ocurriría ese día. No cambió el tiempo,
ni huyeron los animales. No hubo amenazas terroristas, no se averió la
lavadora, no tembló la tierra del camposanto, y la gente no se suicidó en masa
saltando desde el Empire State. Ningún profeta anduvo inquieto por las calles.
A ninguna vieja le dolieron las rodillas, ni los zahoríes hallaron pozos de
sangre en la tierra.
Por eso, nada se pudo sospechar
cuando al levantarnos aquella mañana el cielo amaneció prácticamente igual que
el día anterior. Simplemente se dio por sentado que era un día más, y la vida
siguió su curso con normalidad.
Y no fue hasta las tres de la tarde
cuando todo empezó a cambiar. Nadie tuvo miedo al principio, individualmente
todos pensaron que estaban soñando. Pero bastaron unos minutos para que no se
pudiera negar lo evidente: el mundo se ralentizaba, como sumergido bajo el
agua. Los movimientos se volvían torpes y costosos para las personas. Los
coches no arrancaban, las bicicletas se bamboleaban torpemente y se desestabilizaban;
y una suerte de ingravidez muy leve parecía atacar a los cuerpos, que se
elevaban unos pasos sin poder evitarlo, y habían de sujetarse con gran esfuerzo
al mobiliario o los árboles para no flotar en el aire, como algas mecidas por
invisibles corrientes marinas.
Algunas madres chillaban
desesperadas mientras veían a sus bebés flotar alejándose de ellas sin remedio.
Los pequeños, al contrario, parecían encontrar divertida aquella sensación de
bucear en el aire, y se los veía jugar felices, varios metros por encima de los
tejados de la ciudad.
A medida que pasaban las horas se
hizo más y más patente que aquel mal que la humanidad sufría iba a peor. El
aire escaseaba ya, y a falta del mismo se nublaba la mente y se tenían
visiones. Todo el que pudo se refugió en tiendas, casas o recintos cerrados,
muriendo de asfixia a las pocas horas. Los encontramos pegados al techo. Fueron
incapaces de llenar sus pulmones, sin atreverse sin embargo a abrir puertas o
ventanas.
Cada vez era más fuerte la
ingravidez, y ya hasta las copas de los árboles se dejaban llevar a cámara
lenta. Los pájaros dibujaban complejas figuras en el aire. Los sauces y
palmeras se asemejaban a lentas anémonas ancladas al fondo marino.
En las calles, la gente comenzó a
morir de asfixia sobre las diez de la noche. Apenas eran ya capaces de mantener
los pies en el suelo a fuerza de hacer movimientos ondulantes con los brazos y
equilibrarse con pesados y torpes pataleos. Agotados, soltaban el poco aire que
sus pulmones lograban retener, sus ojos se cerraban, y caían muy despacio al
suelo, en un beatífico gesto acompañado por el ondular de sus cabellos y ropas.
A esas horas, los pocos que
quedábamos vivos decidimos a la desesperada dejarnos llevar, y fingiendo nadar
nos desplazamos lenta y penosamente por las avenidas sembradas de cadáveres hasta
alcanzar el rascacielos más grande de la ciudad.
Trabajosamente comenzamos su
ascenso. El esfuerzo físico no se limitaba a sujetarse a las cornisas y dejarse
llevar hacia arriba; lo realmente complicado era encontrar aire con el que oxigenar
nuestros músculos agarrotados. Muchos de nosotros no aguantaron el cansancio o
el dolor, y los veíamos dejarse caer y flotar como en un sueño, hasta posarse
en el suelo junto con los demás muertos.
Tras una hora de tortura alcanzamos
la cima del edificio, donde se respiraba claramente mejor. Tras descansar unos
minutos, emprendimos la misión suicida de nadar hacia arriba en busca de aquel
aire que nos faltaba y que, con cada nueva brazada, parecía aumentar en el
ambiente un poco más.
Perdimos la cuenta del tiempo que llevábamos
así. Al menos ahora disponíamos de todo el aire que necesitábamos. No obstante,
y debido al agotamiento, muchos más cayeron en el camino, y bajaron flotando
con los ojos cerrados. Cuando nos cansábamos demasiado nos asíamos los unos a los
otros y parábamos a dormitar. Poco después, iluminados por la luna continuábamos
la ascensión.
Al rayar el alba, pocos metros nos
separaban de las nubes. Con nuestro último aliento las atravesamos. Algunas
personas también murieron ahí, incapaces de resistir a la humedad y el frío extremos.
Los pocos que quedábamos alcanzamos, finalmente, moribundos y abatidos, el otro
lado de la capa de nubes.
Justo en ese momento, el sol surgió
del horizonte, y la luz nos golpeó de lleno con toda la calidez de que fue
capaz. Nos invadió una paz y una calma absolutas, y desde ahí arriba, vimos
nuestros cuerpos caer despacio hacia el abismo, sumidos en sueños hermosos. O eso
suponemos, ya que nuestros rostros sonreían.
4 comentarios:
¡Qué angustia!
Me gustó mucho, mucho como está escrito :) Además que hacía tiempo que no aparecía nada por aquí..
Es como un sueño en el que siempre persigues lo que quieres hacer y nunca lo consigues ^^
Podrías hacer un corto de ello.. Pilarrrrrr NO TE VAYAS XD
¡¡Magnífico!
Podría ser desarrollado con el mismo estilo que La Ceguera de Saramago y tendrías algo realmente monumental!! Pero tal cual está superior... aunque yo no creo que exista el alma ni los ángeles... pero... en las meigas sí, je, je... Bss
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