Entre las agujas de pino silbaba (hará un mes de
esto) el viento. Se recreaba paseando el parque sin prisa por marcharse,
revolviéndonos el cabello y de paso las ideas. Diría que los sauces salieron
levemente de su ensimismamiento, y a lo lejos los veíamos bailando. Un ritmo
ancestral.
Mecía la brisa
a las hojas dormidas,
que se dejan llevar,
llevar,
y volar…
Fue entonces cuando en retrospectiva
comprobamos cómo había ido pasando el tiempo desde la última vez que nos asomamos
por encima del hombro. Y pensamos en qué nuevo salto queríamos dar. Los bares
oscuros ya no nos inquietaban porque se habían convertido en el hogar de nuestras
ansias contenidas.
* * *
Aterrorizados, nos percatamos ahora de que durante toda nuestra vida, desde que nacimos, hemos estado ahogando nuestros antiguos recuerdos con el peso
de los nuevos. Desesperados por tapar las fugas tratamos de abrir la mente, para lo cual
cerramos los ojos (¿nunca nadie se preguntó el porqué?). Y nos parece sentir
que es una corriente de brisa desértica, cálida, la que ataca al cúmulo de hojas secas desde la
base, y las eleva en un vuelo aleatorio; cascada de ideas borrosas y memorias en cuyas
tibias aguas nos calamos y nos dejamos arrastrar, adormecidos.
Y después me encontré sola donde estoy, sin saber qué
decir. Por no saber qué pensar, por no saber ni sentir… Porque me aterroriza no
sentir nada. Darme cuenta de que no siento nada; nada más que el cambio.
Preferiría apenarme pero tengo miedo. Miedo al auto desprecio, a no recordar lo
importante, a vivir de paso, a no ser trascendente.
No quiero guías de auto-ayuda, quiero
amigos que me conozcan. Quiero volar lejos pero en el fondo nunca sola. Quiero
que llegue la noche y encontrarte, seas quien seas, estés donde estés.
Quiero además estar allí cuando logres tus sueños. Y volaremos a tu casa, a tu planeta, dormiremos cada día en la copa de un árbol distinto.
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