21 de diciembre de 2011

Humano,a (del lat. humānus)

Las fuerzas internas que se desatan en nuestras mentes nos obligan, a veces, a sonreír. Somos hojas, somos aire, somos vida y no nos importa nada. No hay meteorito capaz de hacer temblar nuestras convicciones. Recorremos rutas polvorientas en descapotables rojos, buceamos en simas de zafiro, respiramos como recién salidos del útero. Y vivimos, vivimos porque no nos queda otra, porque hemos nacido para esto, para sentir a ratos descargas eléctricas en la sangre. Escasos cinco litros que nuestros años navegan, sin más opciones que buscar una explicación a nuestros instintos primarios. Con la vista apenas conseguimos abarcar los próximos segundos, el salto que queremos dar, o el beso que se aproxima a nuestros labios.

Aprendemos tantas cosas que olvidamos cómo caminar, luchamos por diferenciarnos sin poder justificar por qué. No nos quedan pasiones por descubrir. Creemos en los dioses pero no en nosotros mismos. Y no obstante nuestra fe es tan fuerte que ya no necesitamos imaginar.

Nos abrimos paso a machetazos a través de casualidades y espinosos destinos insondables. Chocan las rectas secantes, saltan chispas, prende la llama y con ella vamos consumiendo nuestra inexplicable vida. Nos angustiamos por problemas que terminarán al parpadear, nos alejamos de quien nos ama y amamos a quien nos desprecia. Trepamos a la cima de montañas de dinero desde las que no hay más visión que la de las nubes, hechas de aire, como nuestros sueños.

Pero soñamos con ser alguien importante, dejamos nuestra ropa vieja y cómoda en el camino, morimos en el frustrado intento de vivir.

Y jamás, jamás escarmentamos.

8 de diciembre de 2011

En qué pensaba cuando te dije que "en nada"

Esta tarde camino sin rumbo pero con un destino establecido. Decenas de pensamientos de helio flotan a mi alrededor y me siguen dondequiera que vaya, atados con largas cintas de hilo negro que convergen en mi muñeca.

Uno de ellos estalla ante mí y el verano me salpica con su olor a mar y música, a polvo de arena, calor pegajoso, a reencuentros, a besos, a luces y sombras tatuando mi piel.

De repente, una manada de enormes lobos grises ahuyenta a la gente más próxima. Aterrada, recorro las calles desiertas como una sombra, huyendo para salvar mi vida. Pero ellos me rodean, no me hacen daño. Son delfines de la metrópoli que quieren protegerme… ¡de ése tranvía que se abalanza sobre mí!

Consigo saltar hacia un lado en el último segundo, aterrizando sobre un zarzal repleto de espinas. Y mientras el estruendo invade mis oídos permanezco boca abajo, inmóvil. He tragado tierra, las palmas de mis manos están llenas de cortes, y la cabeza me da vueltas.

Cuando el tren termina de pasar me incorporo y cruzo la vía, tras la cual hay un denso bosque en el que me interno sin más arma que mis desnudas rodillas sangrantes. Los lobos han desaparecido y estoy completamente sola. No tengo nada ni a nadie. No tengo frío. No tengo miedo.

Tras vagar toda la tarde entre juegos de azar, rodeos y virajes, caigo rendida de sueño al pie de un olivo. A la noche, me despiertan las voces demoníacas de un aquelarre cercano. Y escapo sigilosa, aferrada a las cálidas plumas de un búho pardo, que me cobijan y me resguardan del viento en nuestro ascenso hacia los cielos.

Jirones grises desgarrados por la luna marcan nuestro camino. Pero mi amigo ha visto algo, una presa en tierra, y describe un vertiginoso giro justo antes de caer en picado en pos del ratón. Pierdo el equilibrio y caigo al vacío, a la negrura de las aguas del océano que me traga sin un ruido. Y me hundo irremediablemente, hasta quedar enredada el lecho de algas sobre el que, junto conmigo, descansan los restos de un naufragio centenario del que nadie más que yo volverá a hablar.

A base de paciencia logro desatarme y nadar hacia la superficie. Sólo entonces me doy cuenta de cuánto me gusta el aire, respirarlo y sentirlo a mi alrededor. Sin un plan establecido, me dejo mecer por la corriente. Boca arriba y acariciada por el sol, me voy quedando adormilada. En el primer barco que pasa me aguarda un copioso desayuno, pero declino la oferta, es tan cómodo flotar, es tan fácil vivir sin prisas…

Abro los ojos cuando siento que algo firme roza mi espalda. He alcanzado la costa. Me hallo en una pequeña ensenada rodeada de altísimas rocas. Tras comprobar que ni siquiera es la hora de comer, me dispongo a escalar los acantilados que ocultan aquello que el futuro me depara. Al terminar mi ascenso, me siento en una de las delicadas sillas que salpican este pequeño y acogedor café al que he llegado. La vista desde sus ventanales es tan hermosa que, para el momento en que un camarero se acerca a tomarme nota, ya me encuentro saciada. Me conformo con un té de manzana, gracias.

Y, relajada y sin preocupaciones, me recreo en el paisaje hasta que mi móvil vibra. La realidad me llama, he llegado a mi destino.

Así que, con un suspiro, apuro el té y salgo de mis pensamientos para encontrarme contigo.