30 de julio de 2011

Recuerdos ficticios (II)

¿Recuerdas nuestra muerte hace unos meses?

Me dijiste “Hoy va a acabarse el mundo. Hoy vamos a morir.

Ha amanecido de repente, y con tanta fuerza que los rayos de sol han rasgado el cielo. Una potentísima luz blanca se abrió paso, cegándonos a todos a través del gigantesco boquete abierto allá en lo alto.

Y, creciente por momentos, el ruido ensordecedor del agua hizo temblar los cimientos de cada edificio, tronando en nuestros oídos, enmudeciendo cualquier otra fuente de sonido. Inquietos, nos levantamos de la cama para ver qué ocurría allá afuera. Eran las lluvias cosechadas por las nubes para este invierno, que se desbordaban en cascada a ambos lados de la hendidura, de aquella brecha abierta en el cielo azul.

La cortina de agua era tan espesa que no dejaba ver al otro lado, y dividió en dos a la ciudad.

El efecto invernadero se intensificaba por momentos. Aparecieron el sudor y la humedad. Nos faltaba aire con el que llenar los pulmones, abrimos las ventanas del ático y nos desprendíamos de nuestras ropas, sin éxito. El calor rozaba el límite entre lo insoportable y lo mortal.

Las altas temperaturas hicieron que la vegetación tropical creciese prácticamente ante nuestros ojos. Si permaneciésemos más de diez minutos en un lugar, probablemente veríamos las flores salir del asfalto ardiente.

Las ratas huyeron a las seis de la mañana, pero nadie lo notó. Nadie lo sintió. Y no podíamos escapar, porque las carreteras estaban inundadas, y ya no había electricidad.

Un caudaloso río de barro y escombros corría a toda velocidad por lo que antes fueron las calles del centro. Nuestro edificio se salvaba por unos pocos cientos de metros. Pero el agua crecía sin pausa y arrasaba con todo aquello que encontraba a su paso. Nos quedaba poco tiempo.

Los nuevos árboles ya asomaban sus copas entre los edificios aún intactos. La lluvia empapaba todo, y allá donde mirásemos crecían brotes verdes alimentados de aquel sol que se derramaba quemando, creando vapor, matándonos a todos y a la vez haciendo brotar el verdor más intenso.

Esperando estoicos, tú y yo contemplábamos cómo nacía la nueva vida a costa de la nuestra. Quizá (probablemente) sea lo mejor para este planeta enfermo… el agua nos llega al cuello ya.”

Y nos abrazamos, nada más.

1 de julio de 2011

El concierto

          Temblarán las orillas si bailamos, extasiados. Amplificadores que estallan y manos que buscan más manos. La música nos inunda y nos ahoga, y nos arrastra a empellones hacia el filo de la locura. Amarrados por la espalda, no vemos más que nuestros propios pies, cayendo al vacío, mientras el estruendo hace bailar nuestras entrañas. Miramos al cielo y, despacio, como en un sueño, caen las gotas sobre nuestra cara. Una a una, se desmadejan en nuestras mejillas. Las sentimos tan llenas de agua y de vida.

         Nuestras horas se suceden, estaciones de tren que trastocan nuestro entendimiento y la percepción de la realidad. El mundo quedó lejos, desdibujado y diluido en las horas de sueño ausentes. Compartiendo el alma que nace en nuestros pies, abrazados, enlazados a cuerpos extraños, perfectos hermanos unidos por una canción. Y con prisas, sin pausas, alcanzamos el clímax y nuestras broncas voces brotan, arañando las gargantas. Nota a nota. Los acordes del bajo bombean nuestra sangre negra y espesa. Cerveza que fluye dulcemente por el suelo embarrado. Vibraciones de ultratumba que desmayan los sentidos. Sin nada que perder, luchamos por adentrarnos entre cuerpos bañados en sudor y alcohol. Empujones, mordiscos, contacto físico elevado a su máxima expresión. El concierto de los cuerpos se desarrolla aquí abajo. En lo alto, nuestros amados Dioses nos deleitan, nosotros los adoramos, y bailamos para ellos.

Y bailamos,

bailamos,

bailamos…