28 de marzo de 2011

Potpourri

Verde. Los campos explotan en verde. La hierba brota en nuestras manos. Los árboles crecen sin pausa y en ellos nacen los pájaros. Las colinas se ondulan, se mueven, se suceden cual olas de un mar en calma. Y todo es tan verde que duele mirar.

Rojo. Nuestro cuerpo se abre al buen tiempo. Dejamos caer la ropa en el camino. Las amapolas se giran a nuestro paso. Bocados de sandía nos endulzan las palabras. Rojos los labios, ojos brillantes, miramos al sol sin intermediarios. Y todo es tan rojo que echamos a reír.

Azul. El viento huracanado de la primavera se llevó las nubes. El cielo sale a escena con sus mejores galas, recién lavado y planchado. Los charcos del chaparrón de ayer son azules, azules como esos ojos que sólo existen en la imaginación. El aire azul. Y todo es tan azul que nos paramos a pensar.

Amarillo. Los dientes de león salen disparados de la tierra fértil, se abren curiosos al mundo exterior, hablan con las abejas. La madreselva se comba al viento. Tallos de acedera entre los dientes. Rodajas de limón en nuestros vasos. El sol nos calienta los brazos desnudos. Otro hielo, por favor. Y todo es tan amarillo que queremos gritar.

Blanco. Esponjosos barcos navegan en lo alto. En busca de figuras los observamos. Y las estelas de los aviones se pierden entre las páginas de un libro. Margaritas trenzadas coronando la cabeza. Y una blusa de algodón por abrigo. Y todo es tan blanco que soñamos despiertos.

Primavera. Blanca y verde, verde y roja, roja y azul, azul y amarilla, amarilla y ¡tan hermosa! Bien merecen la pena cien años de invierno por días como el que hoy nos has regalado. Y no importa que mañana llueva, porque pasado habrá sol, y la vida eclosionará en los campos, y los colores nos llenarán los ojos, y nuestra sangre se alterará en un sinfín de reacciones químicas.

Primavera. Y si hoy, yo lloro, ayer tú reías a carcajadas. Él se enamora. A ella le pica la nariz. Nosotros nos enfadamos. Vosotros chilláis. Ellas saltan al agua. La vida pasa en tecnicolor. Y uno se siente tan vivo…

Primavera, no te vayas.

22 de marzo de 2011

Incongruencias

- Voy a preguntártelo por última vez, y ¡ay de ti como la respuesta sea No! - Yo aguardé ansiosa ante aquel chico de ojos amenazadores. - ¿Quieres que vayamos algún día a tomar algo tú y yo?

Ante esa pregunta, decidí pasar de él, pero en realidad pasé por encima de él. Le pisé un ojo sin querer, y se le hizo la vista gorda.

Pero no le salieron moratones, sino moras. Nos las comimos juntos y echamos a andar. Andar se fue apenado, lamentando que todo el mundo le echaba siempre. Mientras, nosotros decidimos trazar nuestro propio camino. Primero dibujamos una curva. Luego hicimos pasar un río por debajo de nuestros pies, queríamos un camino con puente. Aprovechamos y pintamos flores a los lados. Y allá en lo alto, el Sol, capitán redondo, con un sombrero de lazos. El martes, tras el puente, lo coloreamos todo. ¡Ya estaba el camino terminado! El camino, ése gran olvidado o desapercibido en los dibujos de la casa con las montañas…

El miércoles tocaba estudiar. Al parecer, Estudiar era un violinista muy famoso. Pero, sinceramente, no me pareció que tocase tan bien como se comentaba por Allí. Así que fui a preguntar de nuevo. Ya en Allí, me encontré con un señor que vendía amaneceres. Era muy simpático, pero con el acento endiablado que tienen los allienses  creo que me equivoqué, y en vez del amanecer le compré su silencio por un puñado de dólares.

Dijo estar de acuerdo, y guardó mi secreto envuelto en un pañuelito que escondió entre un amanecer de su pueblo y otro del círculo polar ártico.

Pero mi secreto finalmente se develó. ¡Se enfadó muchísimo! Nos gritó cosas horribles, y nos amenazó con la orca si le volvíamos a despertar. La orca dijo que a ella que no la metiesen en líos (porque en Líos no hay mar ni ríos), y se alejó nadando sábanas adentro.

Y ya no me acuerdo de más, porque para cuando quise ver de cerca el mar de mantas me desperté en mi cama.


9 de marzo de 2011

Hoy me apetece tomar el sol


Ponemos el primer pie sobre la arena de la playa bajo el sol abrasador. Está tan caliente que nos quema hasta los gemelos. Pero las chanclas son demasiado incómodas, así que nos las quitamos y decidimos correr para no carbonizarnos los pies. Una vez llegados a la arena más oscura de la orilla, húmeda y fresca, nuestros pies se enfrían rápidamente. Ahora hace demasiado frío, así que caminamos un poco cuesta arriba, donde la arena se empieza a secar y a calentarse. Éste es un buen sitio, quedémonos aquí.

Extendemos la toalla. Pero un golpe de viento, ¡vaya!, la dobla. Con hastío la rodeamos, y colocamos los picos. Una chancla en cada punta. La mochila en la tercera. La cuarta retenida por la crema. Así no debería volarse. Nos sentamos en un extremo, nos sacudimos las manos y nos quitamos la camiseta (nos retocamos el pelo. ¡Qué calor! Mejor una coleta). Nos sacamos los pantalones haciendo el puente sobre la toalla, es algo incómodo. Lo dejamos todo de cualquier manera sobre la mochila. Un poco de crema fresquita, la justa para no parecer gambas después. Por la cara, por los hombros. Y ésta pizca que sobra a las plantas de los pies, que siempre se me olvidan. Ahora estamos pegajosos, y tenemos más calor. Pero, ¿cómo se ha podido llenar la toalla de arena otra vez? Bueno, ya da igual.

Dejamos caer la espalda sobre la toalla. Está muy caliente. Nos colocamos el bañador, que no se tuerza.

Cerramos los ojos. Todo es naranja. Movemos las pupilas bajo nuestros párpados. Abajo, negro; a los lados rojo, y  naranja brillante otra vez. Demasiada luz... Con los ojos cerrados tanteamos hacia la mochila. Mala puntería: arena, palpamos una conchita... ¿pero dónde está? Entreabrimos los ojos y, tras encontrarla ridículamente cerca de nuestra cabeza, buscamos en ella hasta hallar unas gafas de sol, o una camiseta que nos ponemos sobre nuestra frente empapada en sudor. Mucho mejor así. Ahora ya podemos tostarnos tranquilos.

Cerramos los ojos otra vez, y pasan diez segundos. Es entonces cuando nuestro cuerpo parece entrar en trance. Notamos una ola de calor que sube desde nuestros pies, por los muslos, la barriga, el pecho, a la cara. Y vuelve a bajar. La temperatura nos inunda, nuestros pulmones se llenan de aire a medida que el calor sube por el torso. Se vacían, y nos quedamos fríos, pero en seguida el sol vuelve a subir. La sensación de calor es más fuerte en las mejillas, los hombros, las rodillas y el dorso de los pies. Nos quema. ¿Un poco más de crema? Qué pereza nos da movernos otra vez. Así que nos concentramos en nuestra espalda a salvo del sol, y mantenemos la sensación de frescor en la mente.

A los pocos minutos el sol nos abrasa. Nuestros poros se dilatan, los pigmentos explotan dentro de ellos, cuerpo y alma se abren al cielo como los girasoles. Cada ratito, una corriente de brisa suave nos refresca el ánimo para seguir disfrutando.

Llega un punto en el que cada centímetro de nuestra piel desprende calor, como si una hoguera ardiese dentro de nosotros. Giramos la cabeza y entreabrimos el ojo más cercano a la arena. Todo se ve en tonos azulados, es algo surrealista. Una gota de sudor resbala desde nuestra sien. Nos estamos chamuscando. Es el momento de darse la vuelta.

Nos frotamos los ojos con los dos dedos que aún no están llenos de arena. Apoyamos un codo, la cadera, la rodillas y, con esfuerzo… giramos y nos dejamos caer. Esto es muy incómodo, ¿qué hace este brazo aquí? Vamos a colocarnos. Dejamos caer nuestros brazos a ambos lados del tronco. ¿Y si subimos las manos a la altura de la cabeza? O usar el antebrazo de almohada... No, mejor como al principio. Brazos desmayados a los lados. Eso es.

La cabeza mirando a este lado. Excavamos un huequito en la arena con las manos, bajo la toalla. Mm, no; la giramos al otro lado. Así, sí. Cerramos los ojos. Colocamos por última vez la arena bajo la cabeza, y volvemos a dejar los brazos donde estaban. Notamos el calor en las yemas de los dedos. Respiramos hondo. Cuesta un poco porque estamos boca abajo, pero ya soltamos el aire... Y nos invade una nueva ola de calor.

Pero pasa muy poco tiempo hasta que los gemelos empiezan a ardernos. ¡Qué calor! Y pensamos: "Espero un minuto más, y me giro".

Ahora nos arden los hombros ("dentro de un minuto me levanto y me refresco un poco").

Ahora queman los muslos. Un minuto más y al agua.

Cinco minutos más tarde, antes de entrar en combustión, nos levantamos de golpe y corremos a la orilla.

La carrera nos refresca y ahora nos sentimos mucho mejor. ¿Qué hacemos? ¿Entramos o no al agua? Nos llevamos las manos a la cabeza, nuestro pelo está muy caliente. Y las mejillas, y los hombros también. Estamos sudando como un pollo. Será mejor bañarnos. Entremos sin pensar y de una carrera…

A la de tres:

Una,

dos,

¡y tres!